Tanta vorágine de actualidad, tanta batallita politiquera por el bicho, tanto telediario de parte que vamos olvidando lo esencial. Lo esencial que era que Pablo ... Aranda y Manolo Alcántara formaran parte de nuestras vidas y de nuestras páginas. Porque Manolo se fue en un abril, con aguacero, y Pablo nos privó de su sonrisa en el verano que salíamos del confinamiento.
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A Pablo le han hecho sus amigos un merecido homenaje, que es el consuelo que nos queda a los vivos. El consuelo de que efectivamente lo conocimos, que disfrutamos de su sonrisa pícara, de un escritor de tronío que no se las daba de tal y que tanto ayudó a que Málaga tuviera libros, además de cuadros. Porque esa fue la otra vertiente de Pablo, la de la gestión cultural en una ciudad de los museos que, gracias a él, a Antonio Soler, empezó a ser también la ciudad de las librerías y lectores. Y su esfuerzo, lo juro, no será en balde. Porque quienes le suceden también llevan aparejado el criterio, y el buen hacer.
Pero es desolador en este abril comprobar que ni Manolo Alcántara ni Pablo están aquí, con la sorna columnística del día a día. De ninguno me despedí, que Caronte no avisó y cuando se hicieron eternos, uno, yo mismo, andaba en algún lugar de la Mancha. Está bien que a ambos se les recuerde con actos, con la lectura pausada de sus artículos, que andan en la nube de Google para que este presente de trombos por azar, de epidemiólogos mentirosos, no nos hunda más la moral.
Y hay que traerlos al ahora, con el dolor de su ausencia, pero con la fe de que disfrutamos un día de su compañía en el titánico esfuerzo de ir aprendiendo a escribir y a apurar con provecho eso que llaman la existencia. En eso los tengo muy presentes, que sé que están ahí, en la dimensión de que 'han sido'.
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Pablo en las cenas por el Centro, Pablo y los encuentros largos y conversados en Pedregalejo, en Las Garrafas en Uncibay. Y Manolo, con su teléfono rinconero organizando algo en Echevarría, y la voz campanuda, y la felicidad de que íbamos a tener una lección impagable de Periodismo y Literatura. Porque Manolo no era sólo él, era también su círculo de sabios, un verso de Quevedo, largo, recitado en los postres y algún selfie que guardamos como oro en paño.
Me dio por acordarme de ellos en el caliente Madrid de Vallecas, cuando estuvieron a punto de 'escalabrarme' de un adoquinazo los del Rayo. Disculpen la nostalgia y que, cada ciertos lunes, me acuerde de estos dos amigos que dejaron en esta casa mucho y bueno.
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Los recuerdo con la dicha de que están marcados a fuego en la memoria más amada: en ese archivo malagueño de los días azules y el sol de la prosa.
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