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Pablo Aranda, la sonrisa que escribía

INTRUSO DEL NORTE ·

En su columna, Pablo era Pablo. Sometía al crisol de la coña los acontecimientos cotidianos que sucedían en la puñetera rue

Lunes, 3 de agosto 2020, 09:50

Yo al primer Aranda lo conocí en Las Tinajas, cuando aún llevábamos en Málaga tizas y lapiceros y hasta los mostradores mostraban esa orgía de pipirrana y lomo envuelta en lechuga. Ese día, primavera avanzada del dosmilypoco, había empezado a escribir en prensa y ver a Pablo tuvo algo como pontifical y lírico. Andaban por ahí Félix Martín Carro y otro que no recuerdo. La cosa es que Pablo me dijo «bienvenido» y yo apuré el tubo con esa felicidad implícita de que implícitamente el maestro te haya dado el permiso o el pase pernocta para el Parnaso del papel diario e infartado.

Después, claro, Pablo Aranda era ya como ese mito de la novela arandina que pasaba por el kiosco de Nazario en Pedregalejo y nos saludaba, cachazudo, porque leíamos gratis la prensa y le sableábamos a Nazario las cervezas que dejaba que le sableáramos. Otros días, más tardes, Pablo Aranda pasaba por ese mismo kiosco y saludaba a mi hermano Gerardo con esa camaradería de las generaciones que han quedado unidas, quizá, por una playa o por una Feria.

Pablo pregonó la Feria y al fin, la otra ciudad, fue cantada y contada en esa noche de la antigua normalidad en que todo olía a espeto, a chancla y a felicidad. Después Pablo y yo nos veíamos en el CAL, con homenajes a Manolo Alcántara, con presentación de novelas duras o con Carlos Aganzo, malagueño de Chamberí.

En su columna, Pablo era Pablo. Sometía al crisol de la coña los acontecimientos cotidianos que sucedían en la puñetera rue y uno se lo imaginaba, a un narrador que fue maestro en el noir, pintando la realidad con esa poesía cotidiana de Ibáñez y ese edificio con paredes de papel en la callejuela del Percebe.

El sábado Villalobos me dio la noticia, en el duermevela cálido de la Meseta obligada, y había algo como inmoral en que Pablo Aranda se nos fuera tan pronto. A veces, cuando llegaba del duro bregar, Pablo Aranda me soltaba una ironía que tenía algo de gaditana, cosmopolita, pasada por la sociedad del ladrillo visto que vio tan bien que a nosotros se nos desprendió la rutina de ser tan camastrones.

Del mismo modo que lloré cuando se nos fue Fefé, escribo esto desde un tren a contramarcha que va por el páramo castellano rumbo al Sur. Casualidades de viajar en tren.

Nadie nos preparó para esta muerte tan temprana. En el WhatsApp queda una ironía compartida en torno al columnismo y a la coña marinera. Era un escritor -rara cosa- que exhalaba felicidad y era chocarrero cuando, por lo del Centro Andaluz de las Letras, nos tocaba cenar con pedantes que sólo tenían la escritura en este mundo.

Que al amigo se le llore como quiso.

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