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En la actualidad, el mundo atraviesa una de las situaciones singulares de la historia. La aparición del virus y la consiguiente declaración de pandemia por la OMS han generado una situación excepcional de convivencia en prácticamente todos los órdenes. La protección frente al contagio del ... virus protagonista -Sars.Cov.2- y las diferentes normas y decisiones que obligan y afectan a la población mundial, según países, y la dramática espera de una vacuna, describen y protagonizan un caldo de cultivo idóneo para la especulación, las dudas y muchas sospechas. Si a ello añadimos las muchas referencias expresas acerca del por algunos reconocido objetivo de consecución de un Nuevo Orden Mundial, la prevención y el debate están servidos.
Más allá de participantes concretos ignotos en esta propuesta, tan ignota como ellos -Rockefeller, Morgan, Gates, Soros o Grupo Bildeberg-, o la particular interpretación de la chilena Michele Bachelet -implementación de los principios masones para la gobernanza mundial por la ONU-, convendría discernir qué es esto y cuál su origen. Los estados soberanos asumen y firman tratados internacionales de asociación para diversos fines comunes casi desde siempre, sobre todo en la era moderna contemporánea. Desde formas de estado plenamente democráticas, con la legitimidad que ello confiere, pactar fines, medios y hasta parciales o limitadas cesiones de soberanía, como ocurre en la Unión Europea, es tan respetable como incluso deseable. A pesar de ello, a veces se oyen y leen críticas a determinadas autoridades europeas por no haber sido elegidas, sino designadas, lo cual da muestra de la capacidad de exigencia que en general inspiran las democracias. Curiosamente, los mismos personajes que a veces cuestionan a los responsables de los organismos de la UE -nombrados de forma tasada y legal por representantes de los países integrantes de la Unión- exhiben siempre con entusiasmo su apoyo y reconocimiento a la ONU y sus instituciones. La ONU no tiene entre sus exigencias que sus miembros sean o constituyan regímenes democráticos ni ser democracias con arreglo a ningún estándar y en su funcionamiento recordemos el Consejo de Seguridad y el derecho de veto de algunos grandes países por encima de otros. Ello no resta a esta organización supranacional su probada utilidad ni tampoco necesariamente crea dudas acerca de que su dinámica y propósitos sean los de buscar caminos de equidad y democracia. Pero aún ello, hemos de constatar que muchas resoluciones de la ONU no responden a un estricto código democrático ético, sino a intereses de determinados países que imponen los suyos por encima de estos valores.
Cuando se habla de un oficioso Nuevo Orden Mundial, si bien se añaden fines deseables de justicia e igualdad, más parece la aventura de la implantación de lo que quiera que sea de arriba hacia abajo que de la natural construcción de instituciones complejas supranacionales desde el ciudadano libre elector hacia arriba. Este murmurado orden desata el rechazo de muchos, así como la sospecha creciente de que tenga origen en el anhelo de determinados prohombres muy influyentes y poderosos, de someternos a todos para lograr el más óptimo desarrollo de sus intereses. La realidad, consistencia y auténtico peso de este proyecto es más que dudoso, pero el poco gusto con el que los más creyentes -o puede que conspiranoicos- han acogido su mera o fantasiosa formulación, debe animar a quien sea partidario a abandonar toda esperanza de que haya o se implante un NOM. El mundo no es fácil.
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