Nôtre Dame de Europa
La Tribuna ·
Las veces que he tenido la oportunidad de entrar en esta catedral me han venido a la cabeza las innumerables vivencias, las mil historias, conocidas o no, acontecidas bajo su arqueríaLa Tribuna ·
Las veces que he tenido la oportunidad de entrar en esta catedral me han venido a la cabeza las innumerables vivencias, las mil historias, conocidas o no, acontecidas bajo su arqueríaA veces los hombres necesitamos de acontecimientos extraordinarios, aunque sean infaustos, para conmovernos por dentro, para experimentar una catarsis liberadora. Cuando asistíamos al casi duelo, a la casi incineración de uno de los monumentos más extraordinarios de nuestra vieja Europa, oyendo los cánticos emocionantes y entristecidos y viendo los ojos arrasados de lágrimas de los franceses, de los europeos –sí, los mismos europeos que parecían solo preocupados por la evolución del PIB, del empleo, de los salarios o de las votaciones–, al contemplar el indeseado y pavoroso espectáculo de luz y sonido de una torre neogótica que se desploma como un sacro cohete fallido con su estela de humo anaranjado, pensé: sí, toda Europa está ahí. Todavía Europa.
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La Europa de los mercaderes es aún la sublime heredera griega, romana y judeocristiana; la Europa del 'Himno de la alegría' sonando bajo la glorieta de la Grand Place o ante las fontanas de la Piazza Navona; la Europa sobria y profunda de Santo Domingo de Silos. «Bon soir tristesse». El alma desnuda y tiznada de una catedral gótica ha vuelto a obrar el milagro, ha abierto nuestra entraña profunda para redescubrir nuestra esencia, que no está hecha de monedas fundidas sino de filosofía, de arte, de poesía y, en definitiva, de un proceso secular de fe en Dios o en los hombres de buena voluntad. Europa que, como Ionesco, busca desesperadamente sus raíces, o como Claudel, que se encuentra de golpe con la revelación inefable de la eterna infancia de Dios en Nôtre Dame.
Un Claudel joven, ateo, entró en la catedral parisina en las vísperas de Navidad. Le atraía el placer estético de una liturgia vivida bajo la belleza sublime de su interior. «Fue entonces –escribe– cuando se produjo el acontecimiento que domina toda mi vida. De repente mi corazón se sintió tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal arrebatamiento de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal certeza que no me quedaba la menor duda y que, después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada no podrían quebrantar mi fe, ni, a decir verdad, tocarla siquiera». Las veces que he tenido la oportunidad de entrar en Nôtre Dame, me han venido a la cabeza las innumerables vivencias, las mil historias, conocidas o no, acontecidas bajo su arquería, los millones de deseos y peticiones formulados ante su cruz coloreada por los vidrios de los rosetones. Y es que, además, las catedrales góticas de toda Europa son el mejor antídoto contra todas las formas de iconoclasia, sea violenta o presidida por el menosprecio.
En la Edad Media no había nada que fuera importante que no mereciera ser grabado en piedra, ya fuera expresado por medio de imágenes o de la palabra escrita, como decía Víctor Hugo. Sabían que la geometría sagrada de las nervaduras y las justadas mediciones de su arquitectura vertical convertirían esa piedra en perpetua oración, en reiterada plegaria, porque el Gran Geómetra, el Gran Matemático había ya redimido, y bendecido, la materia para siempre. Hasta tal punto llegaba el entusiasmo de Claudel por Nôtre Dame, que llegó a decir que «no era un edificio sino una persona, que no bastaba con mirarlo sino que era preciso vivirlo».
La Europa rota y a veces denostada solo puede resucitar por medio de una solidaridad basada en el espíritu trascendente de sus padres fundadores: Adenauer, Strauss, De Gásperi..., porque hasta el banquero Monnet estaba imbuido de dicho espíritu. No solo de pan vive Europa. Si no redescubre ese espíritu, del cual la reconstrucción de Nôtre Dame se está constituyendo en metáfora, será como esos monumentos sin vida y arruinados, como esos museos sin alma cuyas obras llenas de polvo solo reciben la mirada distraída de un aburrido visitante.
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Paseo por la calle Mirador del Cerrado. El grafiti de un muro es un bien trazado monstruo, de mirar ceñudo y triplemente coronado por anillos que parecen girar. Me señala la bahía y hacia allí dirijo la vista. Ahí están atracadas esas extrañas y laicas catedrales navegables, cuyo rumbo desconozco, que son ahora los trasatlánticos. Pintura mural y buque son también ahora Europa. También me sirven de disparatada metáfora o símbolos de un abril que desde la Semana Santa acabará desembocando en la pascua de Resurrección. Pero Nôtre Dame de Europa, requemada y desmochada, es la gloria perdurable. Un monumento, o una persona, nacidos para resucitar.
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