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Paseo con Nori al filo de la medianoche, cuando el toque de queda ya lo prohíbe. En realidad no sé si estoy autorizado, hace tiempo ... que me perdí en las instrucciones del mueble de Ikea en que se han convertido nuestras normas de convivencia Covid. No es que me guste desafiar las reglas, es que el animal está mayor, tiene incontinencia y si no lo saco tarde no me aguanta toda la noche. Es lo que pienso alegar si alguna vez me paran, algo que todavía no ha ocurrido. Reconozco que me gusta pasear por esas calles de barrio solitarias, en las que se aprende mucho sobre nosotros mismos, aunque sea en unos pocos centenares de metros a la redonda.
Los repartidores no paran de dar saltos de un lado para el otro, con su parque móvil de motos, muchas ya eléctricas, por cierto; bicis y patinetes. Camperos, pizzas, shawarmas y vaya usted a saber qué más servidos de madrugada, en un cambio de hábitos alimenticios que es digno de estudio, sobre los hombros del último eslabón de la cadena laboral precaria.
A partir de los jueves hasta el fin de semana se escuchan, y a veces también se ven, los ecos y los focos de las farras que la gente se monta en sus pisos y en sus terrazas, los privilegiados que las tengan. Desde muchos portales resuenan las voces y la música del botellón en marcha. No tengo nada en contra, pero me queda la sensación de que estamos haciendo el tonto: los bares, donde se podrían controlar fácilmente los aforos y las distancias, cerrados y en la ruina. Y mientras la gente haciendo lo propio en los pisos, que son imposibles de controlar. No tiene ningún sentido. Estas navidades con los horarios limitados ya les adelanto que va a ser un festival.
En el camino me cruzo con otros paseadores de perros como yo, algunos, sobre todo algunas con ganas de conversación, de hablar con otro ser humano, quizás uno de los pocos que han tenido cerca en el día, quizás con el tiempo suficiente para dedicarle si quiera unos minutos, con la excusa de la coincidencia en la obligación. Es la soledad creciente de muchas personas, y no sólo mayores, que apenas tienen más compañía que sus perros, el móvil y las broncas espurias de la basura que emite el televisor.
Y cuando todo es silencio, emergen los últimos de la fila, los confinados en el portal, en la entrada a un local abandonado por la crisis, acomodados en un colchón viejo con una postura imposible, con una bici puesta por dentro, su mayor tesoro. Cuando no se ve nada más es cuando aparecen los sin techo, inmunes al Covid y al frío. Para ellos no hay toque de queda porque la calle es el único techo que les queda.
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