Todas las mujeres sin excepción tenemos una historia violenta que contar. Y la que piensa que no la tiene sufre una manifestación de lo que ... el marxismo diagnostica bien como falsa conciencia: lo cree así por la simple razón de que no ha aprendido a identificar y a ponerle nombre a lo que a todas nos pasa continuamente, todos los días, desde hace siglos. El paso del tiempo no ha provocado que, como ha sucedido con otras violencias, ésta haya ganado sutileza. La furia machista llega hasta el extremo del asesinato más de medio centenar de veces al año en España -si tenemos en cuenta sólo los que se cometen contra parejas y exparejas-. La última vez, hace justo siete días en Benalmádena.
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En el caso de Catalina, de Lina, se exacerban la violencia institucional y la superestructura patriarcal: la palabra de una mujer en un juzgado expresando el miedo a las amenazas vertidas por un hombre no valió lo suficiente como para que el sistema la protegiera y le evitara su asesinato y dejar a cuatro hijos huérfanos. Por eso la ciudadanía de Málaga que se concentró el pasado martes en la plaza de la Constitución cargó contra jueces y fiscales y contra la justicia patriarcal. Y de ahí que la presidenta de la Plataforma Contra las Violencias Machistas Violencia Cero, Carmen Martín, incidiera en la necesidad de que los operadores jurídicos se formen en perspectiva de género. La violencia machista es especial, es sistémica y por eso impregna a todas las estructuras. También es la única en la que se exige que la víctima sea «perfecta», algo contra lo que se rebeló Jenni Hermoso (gracias): no se es menos víctima si una se ríe y se va a bailar. Faltaría más.
Todas tenemos una historia que contar. Humillaciones cotidianas que recordar y que relatar, en palabras de la escritora alemana Fatma Aydemir. Ocasiones en las que un señor se sienta a nuestro lado repanchingado invadiendo nuestro espacio porque él requiere ocupar más sitio. Físico y, por supuesto, también en la conversación: por eso nos interrumpen continuamente, no nos dejan terminar ni una frase o nos dan lecciones hasta de aquello que es nuestra especialidad o sobre nuestra propia vida. En una reunión es habitual que una idea no sea brillante hasta que no la haya dicho un hombre, aunque la primera en pronunciarla haya sido una mujer. Por no hablar de esas veces en las que se juzga nuestra manera de vestir, nuestro físico, nuestro estado civil o éste en relación con lo que pensamos o lo que decimos. O cuando nos infantilizan, nos tratan con excesiva familiaridad, nos llaman «niña», «rubia» o «morena». O de esa exigencia de la sonrisa permanente. Porque el mandato a que tenemos que dar satisfacción es al de agradarles.
Son mecanismos que inoculan la idea de que lo importante es lo que dicen los hombres, que todo lo han de proferir con un gran aplomo (incluso aquello en lo que se equivocan o en lo que mienten descaradamente). La superestructura patriarcal les educa para que siempre estén seguros de todo. A las mujeres, para dudar de nosotras mismas, de nuestra valía, hasta de lo que vemos con nuestros propios ojos o lo que escuchamos con nuestros propios oídos.
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Aydemir, en un artículo en 'The Guardian', hacía una reflexión dolorosa: «Cada vez que mantengo la boca cerrada para evitar una discusión, parece que están matando a otra mujer en Alemania. No estoy diciendo que hablar contra estas humillaciones cotidianas habría salvado a alguna de estas mujeres, pero también dudo si no hay una correlación entre el comportamiento que he adoptado como una especie de instinto de supervivencia y la realidad de que hay mujeres que no sobreviven a sus relaciones y rupturas con hombres».
No suelo hablar en este espacio en primera persona -a lo sumo, del plural-, pero por esta vez romperé este compromiso: intento no pasar por alto ni una de esas humillaciones cotidianas que como mujer padezco. Por mí. Y por responsabilidad con todas. El mundo se va cambiando con las palabras y no pasando ni una.
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(Para acabar, una recomendación musical que salta en la lista de reproducción de Spotify que se inicia con la versión que hacen Los Suaves de 'Palabras para Julia': '¡Ay! Dolores', de Reincidentes).
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