Eace unos días, en el turno de preguntas tras una conferencia en la Universidad de León, alguien me preguntó qué estábamos haciendo mal para que la ultraderecha gane terreno en todo el mundo. Yo no tengo respuestas para una pregunta así, que además de ser ... muy compleja, presupone que la culpa de un giro destructivo en la concepción de la moral, la política, el papel del Estado en nuestras vidas, los derechos civiles y humanos, sea culpa de quienes nos oponemos a ese giro. No di respuestas porque no me gusta inventarlas cuando no las tengo, pero sí ofrecí una breve reflexión sobre las ortodoxias de la exclusión que propone el discurso ultra: la homofobia, la xenofobia, el racismo, el machismo. Señalé que, de todas, tal vez el machismo sea la interpretación de la realidad a la que menos recorrido histórico le queda. Qué error.
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Leo las noticias sobre el repunte brutal de los crímenes machistas este mes de julio: catorce asesinatos en lo que va de mes, además de un presunto caso que se investiga en Palma. La cifra global de crímenes machistas de 2023 fue de 58 según el Ministerio de Igualdad. En 2024, teniendo en cuenta los asesinatos de julio, llevamos veintisiete mujeres asesinadas.
Los medios han ofrecido análisis sobre los motivos de este repunte, señalando que julio es uno de los meses más trágicos desde que se tienen estadísticas. El otro es diciembre. Los motivos para el incremento de la violencia tienen que ver, según expertos y expertas, con que los periodos vacacionales son propensos a mayores roces si el asesino es pareja de la víctima. También se achaca a que, en vacaciones, la mujer disfruta de una vida menos estructurada, más libre, que puede incentivar la necesidad de control absoluto por parte del que se convertirá en su asesino. Si este es su expareja, la falta de control se acrecienta todavía más y, con ello, la posibilidad de violencia. He leído que el calor y el consumo de alcohol también pueden explicar este repunte. Seguramente en todas estas explicaciones haya algo de verdad, pero considero muy peligroso aceptarlas sin considerar —y comunicar claramente— que estas no son causas, sino síntomas. Lo que necesita análisis y diagnóstico, prevención y remedio es la enfermedad que los provoca. Esta enfermedad se llama machismo y es estructural.
A pesar de todos los esfuerzos del feminismo y buena parte de la sociedad civil, de que hemos avanzado en los últimos años en su diagnóstico gracias a políticas como las surgidas del Pacto de Estado contra la Violencia de Género —ahora en peligro si el PP asume los postulados de Vox en materia de igualdad—, a pesar de que los medios de comunicación rigurosos han aprendido a nombrar la violencia de género y el machismo, este está tan arraigado que un comentario como aquel que hice en León –un momento de incomprensible optimismo– es una irresponsabilidad. Sobre todo cuando en las instituciones de algunas comunidades autónomas hay representantes elegidos democráticamente que niegan este tipo de violencia y sus orígenes. No solo eso: promueven una concepción de la mujer que perpetúa las raíces de esa violencia y que remite a modelos femeninos que muchas desearíamos superados.
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Cuando Santiago Abascal dijo «mi mujer manda en casa» resumió esa ideología que, según él, no tiene: la ideología de género. Es decir, a la mujer le corresponde un papel social asignado según su condición de mujer: los cuidados de la familia y el hogar, la maternidad compulsiva..., lo de siempre. Mientras sea dentro de casa y cumpla sus obligaciones, puede mandar todo lo que quiera. A eso llaman algunos empoderamiento femenino. Partiendo de esta ideología según la cual la mujer tiene unos roles supeditados a una estructura en la que no tiene acceso a lo público y, por tanto, lo político –su lugar es el hogar y la familia, espacio privado–, no es de extrañar que la ultraderecha niegue que la violencia de género es una cuestión estructural y política, es decir, pública. Para ellos, tal y como era antiguamente, la violencia contra las mujeres es una cuestión privada y familiar, por eso aceptan la idea de 'violencia doméstica' y hablan de 'violencia intrafamiliar'. No es solo una cuestión de lenguaje. La violencia que llega a su paroxismo en el acto homicida no es espontánea, tampoco es estacional ni producto de un arrebato.
Le invito a que haga un ejercicio de imaginación conmigo. Piense en catorce mujeres: madre, hermanas, primas, amigas, compañeras de trabajo, vecinas. Haga una lista con sus nombres e intente recordar detalles de sus vidas; valore, si puede, cómo son o han sido sus relaciones de pareja. Es muy posible que, entre todas esas mujeres haya más de una que sufra violencia de género. No digo que su pareja o expareja la maltrate físicamente, no hace falta llegar a las manos para ejercer violencia. Si sabe que a una de esas mujeres su marido la trata con desprecio o la insulta porque no le atiende como él cree que debe ser atendido, porque se pone una ropa que a él no le gusta, se ríe más alto de lo que él quisiera; si a una de esas mujeres su pareja le controla el teléfono móvil, si no le permite reunirse con usted porque, según él, no es una buena influencia; si nota que una de esas mujeres está cada vez más aislada; si la expareja de una de esas mujeres la acosa con encuentros indeseados o la amenaza; si ve cualquiera de estos síntomas, por nombrar alguno, está siendo testigo de episodios de violencia de género.
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La posibilidad de que cualquiera de esas relaciones en las que se dan comportamientos así llegue al ataque físico es muy alta. No siempre sucede, pero siempre que sucede es después de un proceso en el que se dan estas actitudes que, por desgracia, asumimos como normales en las relaciones de pareja pero que, en realidad, son la manifestación de una desigualdad radical: el hombre tiene, por ese hecho de ser hombr, potestad sobre el cuerpo de la mujer; la mujer, por el hecho de ser mujer, debe aceptar esa potestad o asumir las consecuencias de no hacerlo.
Hace unos años, cuando se firmó el Pacto de Estado contra la Violencia de Género o en las manifestaciones feministas multitudinarias de 2018, pudimos imaginar que la sociedad española estaba preparada para acabar con el machismo. Hoy no podemos permitirnos ese lujo. Se lo debemos a cada una de las mujeres asesinadas y a todas nosotras: tenemos derecho a una vida libre, sin subordinaciones, sin miedo, sin violencia.
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