Eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor lo suelen decir personas mayores. Si algo tienen los jóvenes es que no tienen nostalgia del pasado y, hasta ahora, no tenían miedo al futuro. Y digo hasta ahora porque los hijos siempre han tenido la certeza ... de que vivirían mejor que sus padres. Pero eso ya, desgraciadamente, empezó a cambiar desde la crisis de 2008 y hoy son muchos los que empiezan a asumir que no lograrán el bienestar económico de sus progenitores. Desde que en 2005 la publicista Carolina Alguacil inventara el término mileurista en una carta al director en 'El País', las cosas no sólo han cambiado para los jóvenes sino que incluso han empeorado. Hoy, casi veinte años después, siguen existiendo los mileuristas o los casi mileuristas, que para el caso es lo mismo.
Tener un trabajo en estos tiempos no impide vivir en la precariedad y son muchos los trabajadores que viven en la pobreza, un oxímoron de nuestros tiempos. Con salarios estancados o a la baja en muchos sectores y con la inflación y los tipos de interés disparados, el panorama se oscurece por momentos. Todo el mundo conoce ese proverbio que dice: «Regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida». Pues bien, algo parecido ocurre con los salarios. La ayudas públicas están muy bien y son necesarias, pero lo que realmente hace falta son salarios más altos que permitan a cualquier trabajador planificar una vida digna. Y para ello es necesario incentivar la actividad económica y empresarial. Es un dilema complejo pero imprescindible y del que a los políticos no les gusta hablar demasiado. Porque no se trata de decir que tienen que subir los salarios, sino de saber qué hacer para que puedan subir esos sueldos. Y confrontar al trabajador con el empresario o al revés es el peor de los caminos.
A todo esto hay que añadir un extraordinario cambio en las prioridades vitales, empezando por la interiorización de que hay que trabajar para vivir y no vivir para trabajar, leitmotiv de generaciones pasadas, que empleaban su existencia en trabajar cuantas más horas mejor. No se trata de que las generaciones de hoy tengan menos capacidad de sacrificio, que puede ser, sino que dirigen ese sacrificio hacia otros aspectos y se plantean qué les merece y sobre todo qué no les merece la pena.
Disfrutar de la vida, los amigos, la familia, las aficiones y el resto de inquietudes vitales tiene un mayor peso y esto nunca puede ser malo. La cultura del esfuerzo es imprescindible, pero siempre que esté equilibrada y bien enfocada. Las nuevas generaciones han cambiado de paradigma y se preocupan por la sostenibilidad, la igualdad, la diversidad, la salud mental y la realización personal; tienen otro concepto de la movilidad, del hogar, del arraigo y de la patria; entienden la formación de otro modo, como una tarea continua, y el empleo lo consideran como un medio y no un fin. Hay muchos jóvenes que otorgan un extraordinario valor a las condiciones de trabajo, al ambiente entre los compañeros, a la distancia de los desplazamientos, a los estímulos profesionales, a la capacidad de realización y son capaces de descartar cualquier oferta que no cumpla alguna de estas aspiraciones.
A un abuelo o a un padre de hoy le puede parecer una inconsciencia esta forma de afrontar la vida, pero habría que recordarles que, posiblemente, sus abuelos o sus padres podían pensar lo mismo de ellos. Es la ley de las generaciones, que cambian de manera de pensar y casi siempre para bien. Lo que habría que plantearse como adultos es qué tipo de sociedad y de mercado laboral les hemos dejado a los jóvenes de hoy. Y quizá lleguemos a la conclusión de que si hay culpables no son ellos, ni mucho menos.
El gran reto como sociedad es asumir estos cambios de mentalidad y adaptar el sistema económico y social a ellos, con rapidez y con sentido común. Porque sería un gran error pensar que todos estos cambios se pueden hacer al margen de las empresas y del modelo de economía de mercado en el que vivimos. El gran riesgo es que alguien crea que todos estos cambios deben ser impuestos por el Estado y con cargo a una clase media y a unas pequeñas y medianas empresas que están asfixiadas y al borde del colapso.
Por eso uno siente vergüenza ajena cuando ve a los políticos de todo signo haciendo promesas que todos sabemos que no van a cumplir. Decenas de miles de viviendas, cientos de miles de empleos, cientos de ayudas... y todo ello quedará luego, después de las elecciones, en papel mojado. Qué bueno sería que en vez de regalarnos falsas ilusiones nos dieran las herramientas para poder cumplirlas. Entonces sí que podríamos aspirar, sobre todos los jóvenes, a vivir la vida que cada uno quiera y no la que nos quieren imponer.