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La ciudad del siglo XXI se entiende desde hace tiempo como organismo vivo, mutable y flexible, que lucha por adaptarse a las necesidades de sus vecinos y que hoy debe sustentarse sobre tres grandes objetivos: la sostenibilidad económica, la sostenibilidad ecológica y la sostenibilidad social. ... Por eso, el desarrollo y crecimiento de cualquier entorno urbano debe ajustarse a estas premisas y de manera transversal y no excluyente. Son muchos los autores que trabajan sobre esta idea, pero traigo la del joven arquitecto canario Sergio Perera: «El futuro de la arquitectura se debe enfocar desde el punto de vista de la sostenibilidad desde el plano económico, de tal forma que la arquitectura sostenible es al mismo tiempo una arquitectura productiva». Y añade: «Debemos desarrollar una serie de técnicas y estrategias proyectuales para establecer un diálogo entre el entramado social, urbano y productivo de nuestras ciudades».
De lo que se trata es que cualquier actuación sea capaz de aportar soluciones y mejorar la vida de los ciudadanos desde el punto de vista social, medioambiental y económico. Y nos pueden venir a la mente actuaciones en la ciudad que cumplen estos requisitos, desde el propio Parque de Málaga en el siglo XIX hasta las playas de la zona Este, el Muelle Uno, el paseo marítimo de Poniente o la regeneración de Martiricos con la construcción de dos torres de viviendas, oficinas y hoteles y un parque.
Y todo esto viene a cuento para hablar del dilema del proyecto de los terrenos de Repsol, el cual vamos a intentar analizar en estas líneas.
El Ayuntamiento de Málaga, liderado por Francisco de la Torre, propone actuar sobre esta parcela de 177.000 metros cuadrados con la construcción de tres torres de viviendas (más una cuarta futura) y dos zócalos de oficinas, con el objetivo de alcanzar los 528 pisos y 40.000 metros cuadrados de oficinas. Además, una zona verde con la configuración de un parque urbano con un lago de 70.000 metros cuadrados (el doble que el parque Huelin). El coste de este parque correría a cargo de los promotores, que además aportarían a las arcas públicas municipales unos 53 millones de euros.
Luego hay una plataforma ciudadana (Bosque Urbano Málaga) que plantea dedicar los 177.000 metros cuadrados de la parcela a una zona verde, a cargo del propio Ayuntamiento, y sin realizar ninguna actuación arquitectónica con el objetivo de aportar un gran espacio verde a un área muy saturada urbanísticamente.
Para el alcalde, es una oportunidad para regenerar y reactivar económica, social y medioambientalmente esa zona, con un parque, oficinas, viviendas y nuevos negocios, mientras que para la plataforma ciudadana este proyecto sería perjudicial para los vecinos y el comercio local.
Están tan alejadas las posiciones, que Bosque Urbano Málaga judicializó el proyecto al presentar un recurso en el Juzgado contra el proceso de subasta de los terrenos. Esta inseguridad jurídica –el recurso sigue adelante paralelamente a la convocatoria de la subasta de los terrenos– ha provocado que sólo uno de los promotores (Urbania) avance en su idea de ejecutar el proyecto y siempre con la amenaza del recurso judicial.
Es evidente que cada una de las partes tiene sus razones y todas pueden ser defendidas con rigor y pasión. La duda es si la judicialización del proyecto –de este o de cualquier otro– es la mejor vía para dirimir estas diferencias al margen de la democracia representativa ejercida a través de los diferentes grupos de la corporación municipal. Podría llegar el caso de que por intereses de una minoría –por respetables y legítimos que puedan ser estos intereses– se lesione o impida el bien general. Si los ciudadanos elegimos a unos representantes municipales se supone que depositamos en ellos la toma de decisiones que afectan a la ciudad y, si estas decisiones no nos gustan, tenemos la posibilidad de rectificar cada cuatro años.
Esto no implica que no se pueda acudir a los tribunales en el ejercicio de nuestro derecho, sea individual o colectivo, pero nunca se debieran utilizar los juzgados como una herramienta para impedir o dificultar la gestión por el hecho de que no estemos de acuerdo con ella.
Se trata, al fin y al cabo, de aceptar las reglas del juego democrático y también la idea del interés general, aunque a veces no estemos de acuerdo o, incluso, consideremos que nos causa un perjuicio. Es como la decisión de dónde ubicar una gasolinera o una isla de contenedores: siempre habrá quienes se sientan perjudicados.
El proyecto urbano de los terrenos de Repsol parece una buena oportunidad para regenerar una zona saturada y hacerlo no solo con espacios verdes, sino con criterios de sostenibilidad económica y social que pueden hacer de ese entorno un lugar mejor para vivir.
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