De un tiempo a esta parte, me he acostumbrado a entrar en la calle donde tengo el aparcamiento de mi casa pitando, que no quiere ... decir que lo haga rápido (esa es la segunda acepción de la palabra) sino haciendo sonar el claxon: 'pi, pi'. Lo hago así, sutilmente –de lo contrario sería 'piiii, piiii'– para tratar de no molestar mucho a los vecinos. Ellos entienden por qué lo hago, a pesar de ir circulando correctamente por mi carril y en mi sentido, y de que en teoría no debería pasar nada...

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En teoría, porque la realidad es bien diferente. A diario veo justo en ese punto patinetes circular en dirección contraria, directamente a contravía, pero no despacito y por el lado, sino flechados y sin miedo... Verdaderos kamikazes descerebrados, con una curva tan cerrada que no se ve absolutamente nada si un coche o moto viene de frente. Un día ocurrirá una desgracia, es sólo cuestión de tiempo; y no pasará nada, porque aquí nunca pasa nada.

En Málaga tenemos una Ordenanza municipal de Movilidad que fue pionera en la regulación de este tipo de vehículos eléctricos, y que a lo largo de su historia se ha respetado exactamente dos veces: la primera y la última. La norma es clara en cuanto al equipamiento obligatorio, que es casco y chaleco reflectante; y muy restrictiva en cuanto al uso de la acera, que está terminantemente prohibida, aunque no sé muy bien para quien.

Lo que se ve y se sufre cada día en cualquier calle es exactamente lo contrario de lo que dicta la normativa. Salvando a cuatro honrosas excepciones, usuarios generalmente maduros que sí cumplen, lo normal es todo lo contrario. Chavales, que muchas veces van dos subidos en el mismo patín (por supuesto, prohibido), rodando casi siempre por la acera, cuando no saltando entre esta y la calzada a su antojo; sin respetar las direcciones ni los semáforos ni ninguna otra señal de tráfico, que seguramente desconocen. El casco, por descontado, ni está ni se le espera.

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Lo peor es la sensación de impunidad y la percepción de riesgo que tenemos los demás conductores, que somos conscientes del problemón que nos puede caer encima si un día, circulando correctamente por cualquier sitio, nos topamos con uno de estos insensatos y tiene la desdicha de hacerse daño, o algo peor.

Lo que se está viviendo me recuerda a lo que pasó en los años 90 con los cascos en los ciclomotores. A casi nadie le daba la gana de ponérselo, y después de crujirnos a multas, ya no se nos volvió a olvidar. Pues con los niños de los patinetes ya toca que, de una vez, la Ordenanza municipal de Movilidad deje de estar de adorno.

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