Ya nadie pone en duda que el deporte de élite trasciende a la propia competición para convertirse en un motor social y económico y, sobre todo, en una potente herramienta capaz de aglutinar sentimientos identitarios y aspiraciones colectivas. Los éxitos, las victorias e, incluso, las ... derrotas se comparten y generan una comunión que transforma esas alegrías o frustraciones en un sentimiento común. Resulta emocionante escuchar los cánticos de un estadio de fútbol, cuando miles de personas acompasan sus voces y yo diría que hasta los latidos de sus corazones. Aunque a algunos de ustedes les puede parecer exagerado, les puedo asegurar que no lo es. Cuando un país se paraliza por el heroico triunfo de Rafael Nadal en Australia o cuando España ganó el Mundial o, simplemente, cuando un grupo de deportistas compatriotas afronta el reto de una final surgen una serie de emociones incomparables que provoca que millones de personas se identifiquen con un propósito común: ganar juntos o compartir el esfuerzo de intentarlo, aunque sea desde el sillón de casa y frente a unas cervezas y unas patatas fritas.
Sólo el gol de Iniesta pudo conseguir que las banderas españolas ondearan en el País Vasco o Cataluña y eso no tiene nada que ver con la política sino con la necesidad que tenemos los humanos de sentirnos parte de un grupo, de un equipo. Quizá, aunque en estos tiempos sea difícil, de un país.
La épica del deporte y su narrativa, tan cercana al sacrificio, el esfuerzo, la resiliencia, la concentración, la generosidad y el trabajo en equipo, es el mayor combustible para la cohesión social y para generar algo que en estos tiempos de pandemia es tan difícil: la felicidad colectiva.
Por eso Málaga, en este ámbito deportivo, está triste y añora los buenos tiempos del Málaga Club de Fútbol y también los del Unicaja Baloncesto. No es un ejercicio de nostalgia de aquellos años de la Champions League ni siquiera de los títulos del Unicaja, sino de llamar la atención sobre la necesidad de que Málaga, toda su provincia, tome conciencia de la importancia y el valor de tener equipos en la élite del deporte. Y en ambos casos asistimos a crisis estructurales.
El Málaga C. F. anda a la deriva, en un embrollo judicial, incapaz de enderezar un rumbo que hoy por hoy lo lleva por el camino de la amargura y la indolencia. Sólo la actuación de la Justicia ha impedido un desastre mayor.
Y el Unicaja es víctima de sí mismo, porque arrastra desde hace años una crisis estructural que hace que deambule por las competiciones como un alma en pena. Cuando con distintos entrenadores y distintos jugadores el problema siempre es el mismo es evidente que el problema lo tiene el club y basta con mirar hacia arriba para encontrar a los responsables, y yo diría que al responsable, de tanto desatino durante tanto tiempo.
Málaga necesita a sus equipos en lo más alto, pero es que tanto el Málaga C. F. como el Unicaja necesitan mucho más a Málaga y a sus aficionados, que poco a poco, como en una herida abierta, van dejando de ir a La Rosaleda y al Martín Carpena.
Si Málaga, como quinta capital de España, quiere tener a su equipo de fútbol en Primera División y a un equipo de baloncesto que no dé lástima es preciso que se recupere la ambición y, sobre todo, la buena gestión, porque lo que ha ocurrido en ambos casos es que han faltado buenos gestores capaces de consolidar los clubes en la élite.
El reto, sin duda, es generar ilusión, pasión y compromiso en todas las partes, porque no hay nada más bonito y emocionante que salir a la calle para compartir un logro común, que no siempre tiene por qué ser una victoria. Tuve la suerte de vivir de cerca, sentado en el banquillo junto a Javier Imbroda, aquella temporada del no-triple de Ansley y recuerdo cómo la ciudad vivió aquel subcampeonato, porque lo importante era aquel compromiso colectivo y esa determinación que hizo soñar a todos. Y por eso, a pesar de la derrota, fue el mayor triunfo y la expresión del orgullo colectivo.
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