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La Tribuna

El legado invisible de mi padre

Virginia Calvo

Cofundadora y directora de estrategia de GiantX

Sábado, 29 de marzo 2025, 01:00

Cinco años después de perder a mi padre en Madrid, por COVID-19, todavía me descubro liderando como él, aunque no se parezca en nada a lo que él hacía. A veces, cuando tengo que tomar una decisión difícil, cuando no me puedo permitir dudar, o cuando siento que lo que más necesita mi equipo no es un plan estratégico, sino que alguien confíe en ellos... ahí es cuando lo veo. No porque me lo dijera -él no era de hablar mucho-, sino porque lo viví a su lado. Porque aprendí lo que era emprender antes de saber que eso tenía un nombre.

Mi padre se llamaba Ángel Calvo. Nació en 1951 y, como tantos de su generación, empezó a trabajar con 13 años. A los 15 ya tenía dos empleos. Fue aprendiz en un obrador de pastelería en Madrid, y lo que parecía un oficio acabó siendo su vida. Aprendió desde la base: trabajando sin descanso, escuchando más que hablando y observando con una inteligencia natural que nunca se midió con títulos, pero que era brillante. Tenía una cabeza privilegiada para los números, los cálculos, las mezclas. Era capaz de equilibrar una masa y detectar qué y cuánto le faltaba a la misma, solo pellizcándola. Los que han trabajado en un obrador saben que no exagero.

Lo que quizá él nunca supo -porque jamás se lo reconoció en voz alta nadie- es que fue un innovador. Uno de los pioneros en España en apostar por la panadería y bollería congelada. Alquiló una nave, años más tarde la compró, y montó cámaras de congelación para poder producir con antelación y que otros profesionales del gremio pudieran madrugar menos. Les regaló algo que hoy llamamos conciliación, cuando ni siquiera él usaba esa palabra. Lo hizo porque pensaba en la gente. Siempre pensó en la gente.

Yo crecí entre croissants, napolitanas y roscones. Pero también crecí en la fábrica, los sábados por la mañana, montando cajas de cartón. Un día me dijo: «Hija, montar cajas es lo más importante. Gracias a estas cajas, podemos trabajar más rápido toda la semana». Me convenció de que mi trabajo era imprescindible. No era verdad -yo apenas montaba 500 cajas en un día cuando se vendían más de 5.000 a la semana-, pero él me enseñó lo que nunca he olvidado: hacer que alguien sienta que su trabajo cuenta, que tiene valor, es una forma de liderazgo. Y él lo ejercía sin pretenderlo, simplemente siendo así.

Mi padre era generoso, le salía natural, sin pensar, sin buscar compensación alguna. Pero también era brusco, vehemente, a veces duro como jefe. Pero todos los que trabajaron con él sabían que podían contar con él para lo que hiciera falta. Y cuando, años después, vendió la empresa a una multinacional, lo primero que hizo fue asegurarse de que todos -compañeros, empleados, amigos- tuvieran un sitio asegurado y un trabajo digno. No dejó a nadie atrás.

Con los años y desde otros escenarios, he ido reconociendo en mí muchas de las cosas que vi en él. Sin haber leído sobre liderazgo consciente, mi padre ya lo practicaba. Sin hablar de 'soft skills', las tenía todas. Tenía una capacidad extraordinaria para motivar desde lo simple, para transmitir responsabilidad sin imponer miedo, para cuidar de las personas sin necesidad de decirlo. Lo suyo era liderazgo sin ego, de ese que hoy tanto cuesta encontrar.

Ahora, desde mi propia posición como directiva y emprendedora, valoro aún más lo que él hacía sin saber que era valioso. Cuando pienso en cómo construir equipos fuertes, en cómo lograr que la gente se sienta parte de algo más grande, lo recuerdo a él. Cuando escucho hablar de propósito, pienso en cómo él se levantaba cada día sabiendo que su trabajo no era solo suyo: era de todos los que le ayudaban a sacarlo adelante.

Mi padre no tenía un plan de carrera, ni KPIs ni mentorías. Pero tenía algo que sigue siendo insustituible: integridad. Y eso, con los años, me ha parecido el cimiento más sólido sobre el que construir cualquier liderazgo.

Hoy, cuando lidero un equipo, cuando tomo decisiones difíciles o cuando simplemente trato de estar presente para los que me rodean, pienso mucho en él. No porque quiera replicarlo, sino porque quiero honrarlo. Mi forma de liderar no es exactamente como la suya, pero la raíz es la misma: las personas primero. Siempre las personas.

A veces me preguntan qué me ha enseñado emprender, y aunque podría hablar de estrategia, de riesgo o de visión... lo cierto es que todo eso vino después. Lo que aprendí emprendiendo ya me lo había enseñado mi padre: que liderar es servir, que emprender es comprometerse, y que cuidar a los demás también es una forma de ser valiente.

A ti, que estás leyendo esto y también tuviste una madre o un padre que se dejó la piel en silencio para darte un futuro: sé que estás ahí. Este artículo también es para ti. Porque no siempre tenemos la oportunidad de decirlo en voz alta, pero lo que somos hoy, muchas veces, empezó mucho antes de lo que creemos.

Gracias, papá.

Por enseñarme sin enseñarme.

Por liderar sin etiquetas.

Por dejarme un legado que ahora entiendo, y que prometo seguir cuidando.

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