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Uno se va quedando con un devocionario cada vez más raquítico. El inexorable aullido del tiempo, que escribiera el poeta, te va despojando de los grandes maestros, que habitan ya inevitablemente inmortalizados en la biblioteca, en la física y la emocional; y por aquí permanecen, ... si acaso, unos pocos vivos que aún alimentan el alma. Ocurre con los músicos, los escritores y hasta con los periodistas. Lo que sucede en este último caso es que tanta digitalización nos está reduciendo a menudo el oficio a 140 caracteres y poco más. Y, en consecuencia, están en extinción los articulistas de la vieja casta, esos que saben hacer periodismo a fuerza de una literatura que uno jamás alcanzará ni en el mejor de sus sueños y que te hacen saborear la columna como si anduvieras entre los muertos de Comala y la alquimia de Macondo. Quedan pocos, pero quedan.
A estas alturas, escasos son los días en que uno busca con ansiedad la firma entre las páginas de los periódicos, salvo la de esos clásicos contemporáneos que son Pérez-Reverte y su acidez impía o la adictiva profundidad estilística de Ignacio Camacho. También, de aquí cerca, uno se engancha con Soler o Garriga Vela. Y en medio de esa tribu destaca, y mucho, Jesús Nieto Jurado, un chaval algo insolente, un tipo original y canalla, que acaba de publicar ‘El Altillo’, unas memorias que uno desea leer aunque paradójicamente el autor sea más joven que tú.
Jesús escribe a medio camino entre Málaga y Madrid. Allí llegó hace unos años a instalarse en una de esas buhardillas que pueblan los bohemios cantados por Sabina. De ahí el altillo, ese título que da nombre no sólo al libro sino al cuartel general desde el que JNJ asaltó la cumbre literaria de la capital. Él, que se había bebido literalmente toda la buena tinta de la obra de Umbral, llegó al Café Gijón para deslumbrar a Raúl del Pozo, otro de los grandes que aún sobreviven en el maravilloso ‘runrún’ de las rotativas. Y Don Raúl sucumbió a la prosa poderosa de Jesús, a la vocación irrefrenable de este picalagartos de Meseta y Pedregalejo que hace periodismo y literatura a la vez sin que uno sepa exactamente dónde está la nicotina de sus textos. Sé que ‘El Altillo’ es, en buena medida, un relato de esa aventura, de ese viaje sin retorno a las entrañas del Madrid mágico de tabernas e intelectuales que admiramos con la misma profusión pero distinto talento. Por eso, cuando termine de leer esas memorias precoces quizá me escape a Madrid a tomarme unos vinos con JNJ y Santi Molina por las tascas de Chamberí. O la Cava Baja. Quién sabe.
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