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Se llama Isidro Jácome y nos invita amablemente a pasar a su casa, incluso nos hace un tour por sus estancias: básicamente, una habitación oscura y un cuarto de aseo, más o menos. Allí ha pasado los últimos 20 años de su vida, y ayer ... era el último día. El inmueble, una construcción inacabada frente a los Baños del Carmen, se ha declarado en ruina y Urbanismo ha ordenado el desalojo de Isidro y de sus cinco convecinos, entre ellos un bebé, que se repartían las estancias que eran más o menos habitables. Nadie pagaba nada: el primero dice que llegó a un acuerdo con el propietario, ya fallecido, para quedarse de guarda y evitar que se metieran okupas. Los demás, simplemente, lo eran, por caridad del primero y de su compañero Romo, que ha convivido con él durante muchos años.
Poder contar la historia de su desalojo, para alguien acostumbrado a escribir habitualmente sobre grandes infraestructuras, desarrollo e inversiones multimillonarias, es como un guantazo de realidad; un grito desde esa otra cara, que también es Málaga y de la que hablamos todos menos de lo necesario. Además, se daba el añadido del contraste, de conocer la miseria en una de las zonas más cotizadas de la ciudad, a las puertas de Pedregalejo, y delante del balneario. Porque si hay algún sitio que simboliza la metamorfosis del patito feo en cisne que ha vivido esta urbe, es precisamente ese.
En la Málaga prodigiosa del siglo XXI, la que atrae a los gigantes tecnológicos y la que admiran los capitanes de los megayates que amarran junto al muelle uno. En la misma por la que todos pasaban de largo hace menos de dos décadas, donde no había empleo ni oportunidades, todavía quedan muchos isidros que malviven como pueden.
Ya no es sólo por la falta brutal de vivienda para los que las necesitan, y que empieza a suponer un muro al desarrollo, porque cada vez más trabajadores de clase media rechazan venir porque es casi imposible conseguir un alquiler sin tener que empeñar los dos riñones y el hígado. Es que también hay una enorme cantidad de infravivienda, en un parque residencial obsoleto, al que las familias se aferran porque, si lo dejan, saben que no van a conseguir nada mejor que se puedan permitir con un sueldo normal.
Historias como la de Isidro Jácome y el resto de moradores de aquella ruina de los Baños del Carmen nos tienen que hacer recapacitar a todos. Que está muy bien que se construyan grandes torres de lujo para los que puedan y quieran venir aquí; pero no es justo que la gente normal no tenga un lugar digno donde vivir...
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