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DIEGO NÚÑEZ. CATEDRÁTICO JUBILADO DE FILOSOFÍA
Martes, 1 de abril 2025, 02:00
Uno de los principales logros de la política anglosajona en los últimos años es el auge de un clima de rusofobia que se extiende en ... el ámbito occidental por doquier. La cosa llega a tal extremo que cualquiera que intente hacer un análisis riguroso de este fenómeno se enfrenta a la calificación de 'este señor es un agente de Putin'. Desde un punto de vista político y geoestratégico, los promotores de esta hostilidad hacia Rusia han sido siempre los británicos. A esto responde, entre otras cosas, la creación de la OTAN. La OTAN fue una iniciativa británica, y, como señaló muy gráficamente su primer secretario general, lord Ismay, se creó para tener a los Estados Unidos dentro de Europa, a Rusia fuera y a Alemania sin capacidad militar. Frente a lo que se suele creer, los norteamericanos al principio fueron reticentes a esta idea, pues no compartían tales propósitos, pero la consolidación de la Unión Soviética les llevó a aceptarla.
Hay un libro, ya clásico sobre la materia, que hace un estudio muy interesante de este problema. Se titula 'The Genesis of Russophobia in Great Britain: A Study of the Interaction of Policy and Opinion' (Harvard University Press, 1950). El autor es el historiador John Howes Gleason. Gleason nos explica muy bien cómo se fue construyendo la hostilidad hacia Rusia en la Gran Bretaña, y cómo esta animadversión se utilizó a menudo para justificar toda suerte de medidas tanto políticas como económicas por parte de los distintos gobiernos británicos. Un aspecto de enorme interés de este libro es el análisis de los mecanismos que las élites inglesas pusieron en marcha para moldear a su conveniencia la opinión pública del país.
La argumentación que alimenta en la actualidad este miedo a Rusia descansa sobre una premisa que no deja de ser un claro sofisma, esto es, que las pretensiones de Moscú son ilimitadas, que su ambición territorial no se detiene en Ucrania, sino que amenaza a toda Europa. Como diría un escolástico, basta negar la mayor, para que todo el andamiaje argumentativo se venga abajo. Creo por el contrario que Rusia ni quiere ni puede llevar a cabo semejante idea. Lleva tres años para conquistar un 20% del territorio ucraniano, y aún no lo ha conseguido del todo. Estoy seguro de que los actuales dirigentes europeos lo ven también así, pero necesitan dicho argumento para justificar ante la opinión pública su decidido belicismo y la implementación de una serie de medidas económicas, que pueden resultar muy impopulares. A veces pienso que si Platón los hubiera conocido, no hubiera dudado ni un momento en colocarlos como protagonistas de su obra 'El sofista'. A su vez, esta postura se apoya en un determinado enfoque de la invasión de Ucrania por parte de Rusia; por eso, es muy importante la interpretación que se haga de este hecho, es decir, que se presente como un acto imperialista o expansionista de los rusos, o como un acto de seguridad existencial del país euroasiático. El primer enfoque es el que defienden los dirigentes europeos para seguir diciendo que Rusia no se va a quedar ahí y de este modo continuar tronando con mensajes apocalípticos de cara a amedrentar a la población; el segundo es el resultado de una consideración histórico-genética del conflicto ruso-ucraniano, que pone de relieve que la causa de tales problemas radica en la expansión de la OTAN. Este es el punto de partida de la Administración Trump, e incluso lo admite también el periódico The Hill, muy afín a los demócratas.
Trump ha convertido a Rusia de enemigo en socio comercial. La relación con Rusia debe fundamentarse para él en bases reales y pragmáticas, y no en una enemistad prefabricada; y en este sentido volvemos otra vez a los británicos, que siempre han querido separar la Europa continental de Rusia. ¿Por qué Europa no puede igualmente aparcar su rusofobia y su belicismo uniéndose al camino trazado por Trump? Teniendo buenas relaciones con Rusia, como sostenían grandes estadistas (De Gaulle, Billy Brandt, etc), Europa tendría garantizada su seguridad energética y su seguridad geopolítica con un Tratado de Paz que incluyera a Rusia. Frente a este alineamiento razonable, los dirigentes europeos actuales siguen atrapados en el relato que ellos mismos han construido siguiendo las consignas de la Administración Biden; están prisioneros de su vieja retórica. No tiene mucho sentido de que se quejen de su marginación cuando no han practicado antes una política exterior propia. Andan un tanto desesperados buscando un pretexto, como la rusofobia, que dé algún sentido a su desconcierto y que de camino tape sus responsabilidades en el desastre de Ucrania. No saben cómo conseguir algún tipo de protagonismo en la actual coyuntura de las negociaciones de paz. Eso sí, no cesan de convocar reuniones con los motivos más variopintos, que tienen todo el aspecto de cónclaves contra la paz. Son expertos en hacer propuestas ilusorias y descabelladas al margen de la realidad. No es difícil imaginar la conversación telefónica entre Trump y Stammler tras propuestas tales como introducir tropas europeas en suelo ucraniano: 'Mira, Stammler, no hagas más el idiota, como de costumbre. ¿Qué quieres, que los chinos se nos metan en Ucrania? Es lo que nos faltaba'. Efectivamente, el delegado chino en la Conferencia de Seguridad de Munich de este año dijo claramente que si los europeos metían tropas en Ucrania, ellos también lo harían.
Nunca antes había habido un divorcio tan grande entre las decisiones de los dirigentes -que no líderes, pues no lo son- y los verdaderos intereses europeos, así como los anhelos de los ciudadanos. Por eso, Europa necesita caras nuevas que tengan una óptica distinta sobre la situación presente, a la par que hagan un replanteamiento profundo de su política exterior.
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