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El incuestionable repudio a la violencia de género y al abuso sexual, y la prioridad del interés supremo de los menores, no está en cuestión por ninguna persona decente. Lo que pasa es que deben coexistir el natural afán en la protección de los hijos, ... con la civilizada ordenación de los conflictos entre sus padres. Cuando la cosa se torna en batalla campal, donde cada uno tiene sus razones, y las defiende a cara de perro, la inevitable mezcla de emociones, miedos y dolor hacen que en ese conflicto con dos partes y chiquillos por medio, por mucho que uno crea que tiene razón, no es posible adoptar decisiones unilaterales, ya que en estos supuestos, en las sociedades civilizadas, resuelve un tercero con potestad para ello, en este caso un juez. Lo contrario es la selva. Esta reflexión viene a cuento por el reciente indulto a doña María Sevilla, condenada como autora de un delito de sustracción de menores, y a la que se conmuta parte de la pena privativa de libertad, y la de inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad por trabajos en beneficio de la comunidad, a condición de que no vuelva a cometer delito doloso en el plazo de cuatro años desde la publicación del real decreto de indulto.
Creo que no ha estado afortunada la ministra Irene Montero cuando afirma que este indulto «es patrimonio del movimiento feminista de nuestro país». La noble causa del feminismo no debe pasar nunca en un Estado de Derecho por incurrir en delitos. Y es inadmisible además que algunos presenten al juez que ha dictado esa sentencia como el malo de la película, cuando, cumpliendo con su obligación y sin estridencias, se ha limitado a declarar probados unos hechos (que son delito) y aplicar las consecuencias previstas en la ley (penas). Lo mismo que hacen todos los días con violadores, con maltratadores y otros delincuentes. Y para hablar de estas cosas, lo aconsejable es leer la sentencia de marras, según la cual María, viendo venir que en el proceso civil sobre la custodia de su hijo, esta se la dieran al padre, lo ocultó, mudando su residencia y la del niño por diferentes puntos de España. Al final el menor fue recuperado y entregado al padre. Está probado también que su hijo dejó de asistir a clase en muchas ocasiones, aunque, frente a lo que se ha dicho, no consta que dejara de recibir asistencia médica y tampoco sufrió un aislamiento total y absoluto. Y frente a críticas infundadas, el juez no es un faccioso machista; al contrario, afirma en la sentencia que es razonable apartar a un menor de un supuesto padre abusador mientras un juez comprueba ese extremo, y de hecho, se le prohibió toda relación con su hijo, pero cuando se concluye que no existieron esos abusos y se archiva el proceso penal, «no estamos ante una sustracción temporal que trate de evitar un posible peligro al menor mientras los Tribunales se pronuncian sobre los abusos, estamos ante una sustracción que implica un puro desacato al contenido de resoluciones judiciales». Más claro, agua. Dicho lo anterior, con María, al igual que con toda persona que sufre por los suyos (aunque se haya equivocado), creo que se debe templar, por razones de equidad, el rigor de la ley.
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