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VIOLETA NIEBLA
Lunes, 27 de enero 2025, 01:00
Tengo un 'guilty pleasure' y se llama burocracia. Lo confieso: a mis compañeras y compañeros de profesión, del mundillo del teatro y la literatura, esta parte del trabajo les horroriza. A mí, en cambio, encargarme del papeleo, echar convocatorias, cuadrar presupuestos, gestionar contratos, coordinar permisos, ... tramitar subvenciones y avanzar pantalla tras pantalla en la administración, mientras bordo la operación con uno de los seis certificados digitales que guardo en mi ordenador, es sinónimo de mi yoga mental.
La parte no creativa de mi trabajo me salva: me baja al mundo, me agarra por los tobillos y me ancla al suelo. Me gusta meter las manos en este lodo, este fango de la Hacienda española. Sentir, por momentos, que le gano la partida o, al menos, que si soy capaz de encontrar la salida en estos laberintos burocráticos, me da puntos de ventaja para sobrevivir en un reality de talentos donde el talento es sufrir.
Soy una friki del Facturae, de mandar facturas por FACE, de validarlas y comprobarlas con la misma obsesión con la que otra gente se revisa los puntos negros frente al espejo. Me gusta levantar el teléfono y hablar con mi gestora. Tengo dos, porque entiendo que una sola persona no podría soportar el peso de mi entusiasmo. Se turnan para hablar conmigo y, a veces, cuando ven mi número, directamente no me lo cogen.
Además, me presento voluntaria para ser la presidenta de la comunidad. No porque me importe, en realidad, sino porque sospecho que nadie lo hará mejor que yo. Me encargo de hacer las copias de las llaves del cuartillo de la luz, de repartirlas casa por casa y mandarle el albarán al administrador.
Cambio cada cierto tiempo de compañía de luz y teléfono, igual que me pongo alarmas en el Google Calendar para renovar o cancelar suscripciones. Estudio los comparadores de tarifas con la seriedad de quien se prepara para unas oposiciones. La emoción de escuchar una voz entre humana y robótica intentando venderme el «plan perfecto para mí» me produce una descarga de adrenalina que otros buscarían en un parque de atracciones o un escape room, dependiendo de sus inclinaciones. Pero yo no: yo soy feliz trampeando el mercado energético y cancelando contratos como si fuera un acto de resistencia política.
Tengo un top tres de fangos administrativos que he completado, spoiler, satisfactoriamente. Cambiar la hipoteca de banco, ganarle la reclamación a una empresa de alquiler de coches, y conseguir que me devuelvan el dinero de un extractor que (muy mal por mi parte) compré por Internet y me llegó roto de Berlín. Todo con temple de cirujano.
Luego están las pequeñas hazañas, como conseguir que no me cobren tres euros por hacer transferencias o almacenar todas las facturas de gastos en una carpetita del drive y, entre trámite y trámite, escribir un poema o esta columna, ensayar mi próxima obra de teatro, dar talleres de poesía o preparar el próximo club de lectura. Así, mi voz también es mitad humana, mitad robótica, según el momento del día en que me pilles.
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