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Durante años los españoles hemos estado orgullosos de nuestra democracia y de nuestra Constitución. Orgullosos también del proceso que llevó a España a ser «un Estado social y democrático de derecho», de la renuncia expresa a posiciones de poder y la puesta en marcha de una voluntad colectiva decidida y resuelta para instalar el sistema democrático igualitario, justo y respetuoso, que ansiábamos, de la Transición -así escrita, con mayúsculas-. Algunos, siendo muy niños, pudimos escuchar que éramos un país imposible y que teníamos que ser dominados para garantizar la paz, la convivencia y la tolerancia. También hemos podido desdeñar -convencidos- las advertencias más agoreras referidas a situaciones o hechos que a los más mayores les recordaban a otros tiempos, quizá los años 31, 34 o 36 del siglo pasado. Ello u otras opiniones que comparaban algunas de nuestras circunstancias con lo ocurrido en los Balcanes en los 90. Nunca hemos creído en estos avisos... Y queremos seguirlo haciendo, decididos y seguros.
Desde los gobiernos de Adolfo Suárez o Felipe González -los primeros-, que ponían en escena y realidad las normas y las decisiones que transformaban España, hasta la actualidad no hubo dudas. Rodríguez Zapatero, sin embargo, a su llegada a la máxima jefatura de gobierno, puso en cuestión algunas cosas. La vuelta al presente de los sucesos de la Guerra Civil y la aprobación de una ley de 'Memoria Histórica' fue un hito que, por primera vez desde 1977, nos hizo transitar por las dudas y los bloques. Después han ocurrido muchas cosas, buenas y malas, grandes tarascadas de un nacionalismo, apagado durante el franquismo y casi oculto o tímido durante la primera mitad de nuestra historia democrática reciente, debates y decisiones acerca de la implementación y el uso de las llamadas lenguas regionales que disgustaron a muchos y gustaron a otros y las buscadas revisiones de la historia.
La llegada al presente de un revelado proyecto de Gobierno social-comunista y algunos de sus confesados propósitos ha hecho cundir no sólo alarmas económicas o importantes bajadas de la Bolsa, también el obsesivo ataque a la educación concertada y determinadas llamadas al énfasis guerracivilista extrañamente actualizado, son cuestiones que traen una importante inquietud. La consecución de la investidura de Sánchez pasa necesariamente por pactos con los nacionalismos, también con los más radicalmente independentistas, incluido Bildu -al que calificar se hace cuesta arriba por sus apoyos y simpatías filoterroristas-. Y los temores y los interrogantes también se instalan en el propio Partido Socialista, donde se dice que Emiliano García Page se prepara como alternativa ante un hipotético estallido del pretendido y encaminado Gobierno de coalición social-comunista, una vez éste sea realidad -si llega a serlo-.
A la vista de los programas electorales del PSOE y de Unidas Podemos se constatan grandes -cruciales- diferencias que hacen dudar seriamente del encaje de unos con otros. Eso sí, Sánchez no es un problema, dadas sus exhibidas virtudes para afirmar rotundamente y desdecirse en plazos récord de tiempo de todo tipo de cuestiones ya sean de forma, de fondo o de principios políticos trascendentes. Pero quizá Sánchez no es el Partido Socialista, aunque a veces lo parezca. De hecho, el PSOE ha sido tradicionalmente un partido claramente anticomunista. No olvidemos, aparte de muchos pasajes de la historia y los orígenes de la misma, que el desaparecido canciller alemán socialdemócrata Willy Brandt fue el auténtico mentor del Partido Socialista español de los 70 y todo lo que ello significó y aún significa.
La verdad es que las elecciones del pasado domingo llegaban en aquello que llaman una encrucijada, tras su celebración estamos en otra encrucijada que crea la escenificación del pacto de Sánchez e Iglesias y su fundido abrazo. Fundido y chocante, pues aún resuena el veto personal al líder de UA primero y a la posibilidad de que este partido tuviese ministros en un Gobierno de coalición, después. Los okupas y la propiedad privada, la banca pública, las dudas acerca del salario mínimo, la postura acerca del derecho de autodeterminación, la nación de naciones inexistente en la Constitución, la masiva subida de impuestos, el orden público y el papel de la policía... Son muchos los asuntos que nos pueden quitar el sueño y el ejercicio real de la gobernanza que lleva a cabo el actual Ejecutivo, dejando por ejemplo campar a sus respetos a los CDR o miembros del Tsunami antidemocrático y radical cortando carreteras, invadiendo El Prat o cercando las estaciones de tren o los pasos por la frontera con Francia, sin tomar las más mínimas medidas para no fastidiar sus pactos... Todo este estado de cosas empieza a producir temores fundados de inviabilidad.
La celebrada y añorada Constitución de 1812 en su artículo 13 decía: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación...». El espíritu de este artículo está obligadamente vigente y nadie debería olvidarlo, la felicidad de todos, no de la mitad. Está por ver, señor Sánchez.
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