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FEDERICO ROMERO. EX SECRETARIO GENERAL DEL AYUNTAMIENTO DE MÁLAGA Y EXPROFESOR TITULAR DE DERECHO ADMINISTRATIVO
Martes, 8 de agosto 2023, 02:00
Este mismo año, la República de Madagascar ha vivido y vive unas elecciones presidenciales que han sumido en la incertidumbre a uno de los países más pobres del planeta. No escribo de la que también aqueja a España, porque muchas voces autorizadas han analizado, y ... analizan, esta situación, desde todos los ángulos. Solo decir que conozco a viejos políticos de la transición que, con toda seguridad, llegarían a un gran pacto de los partidos constitucionalistas, para evitar que nuestro país se precipite de nuevo en uno de los derroteros más graves de nuestra historia camino de la desintegración desde que constituyó el primer Estado moderno en el siglo XV. Y aunque se diga que somos un país de países, convertir la financiación de las autonomías en una almoneda de compraventa de votos es un atentado contra la justicia. Solo la magnanimidad y la cordura puede conducirnos a ese sendero de sensatez. Pero parece que estas virtudes no abundan en el campo de la política. Ni siquiera el distanciamiento actual de Felipe González que, anticipándose a los acontecimientos acaecidos y como viejo zorro de la política realista y socialdemócrata, pretendía el acuerdo previo de que gobernara quien obtuviese mayor número de votos ha servido para evitar un sombrío panorama.
Sin embargo, lo mejor de nuestra sociedad sigue haciendo cosas que me enorgullecen como español. Un grupo de jóvenes malagueños ha hecho a su costa, o el de sus familias, calladamente y sin la luz y taquígrafos de las revistas del corazón, un viaje agotador a la isla del Índico a la que al principio me referí para estar y compartir las vidas de los más desasistidos entre los más pobres de nuestro mundo. En ese grupo han estado tres nietos míos restándolo de su escaso tiempo vacacional. Cuando pregunté a uno de ellos -mi nieta P- qué podían hacer en el corto plazo de los días que han estado allí, en comparación con la lejanía del lugar, me contestó que, precisamente por esa lejanía y por la devastación de un territorio que antes fue de gran belleza, nadie se acuerda de unos seres humanos que sobreviven en la cárcel de Manakara, lejos de Antananarivo, la capital, donde el horror se ha instalado, al parecer sin remedio. En ella, hay tres partes. La de los hombres, totalmente separada de las otras dos, destinada a mujeres y niños. ¿Niños? Pero ¿qué delito pueden haber cometido esas criaturas? Todo lo más el hurto famélico de un animal comestible para paliar el hambre. En muchos casos, por ser fruto de la violación de su madre por uno de los carceleros. También, por ser objeto, ellos mismos, de repetidas vejaciones que cargaban sus parpados con el peso de la vergüenza que les impedían levantar la mirada. Me conmovió ver a uno de esos niños tratando de succionar unas gotas de agua extraídas de una rudimentaria fuente constituida por un pequeño tubo que sobresalía de la mugrienta pared. Y para evitar el más mínimo desperdicio colocaba sus manos debajo de la boca.
Poco a poco fueron superando la difícil comunicación con aquellos chavales que, al principio, se asombraban de que alguien les hiciera caso. Y menos un blanco que, solo por serlo, era considerado superior. No sabiendo malgache sus interlocutores españoles, una mezcla de francés, inglés y gestos lo hizo posible. Y sobre todo, el juego de las miradas y una actitud de servicio, realizando tareas, inconcebibles para ellos en un blanco: limpiando inmundas letrinas, cavando con azadas... y, por supuesto, dándoles clases elementales que eran absorbidas con avidez y, a la vez, una sombrosa capacidad de comprensión y curiosidad. Todo ello encaminado a prestarles un servicio fundamental: restablecer en ellos una dignidad perdida o, mejor dicho, aniquilada por los constantes abusos.
Pero ha habido un intercambio de beneficios mutuos. También el grupo de malagueños ha aprendido de esos desvalidos malgaches unas lecciones de resiliencia, una capacidad de adaptación y una profunda e indestructible dignidad. «Después de esta experiencia, no volveré a quejarme de nada», me dijo también mi nieta. Y esos beneficios nos han alcanzado también a nosotros, los que nos hemos quedado aquí. Hemos aprendido de los visitantes lo que es una fe operativa y consecuente. Hemos aprendido a no escudarnos en las dificultades para justificar nuestra inacción. Hemos descubierto el lado grandioso de la globalidad personificada por una humanidad que camina junta.
Con el final de ese viaje no ha terminado la andadura. Porque los que allí han ido, y aunque el camino ha sido largo y difícil, saben que deben continuar, para que los ladrones de sueños de esos niños no roben definitivamente sus esperanzas. Y confiamos en su capacidad de convocatoria, para que sean más los que se unan a esa aventura. Y los que aquí nos quedamos, sumidos en la incertidumbre de los que se pelean por el poder, debemos decirnos con el poeta Tagore: «No revela (Dios) al hombre su historia, sino que sale luchando a través de ella».
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