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DANIEL INNERARITY. CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA POLÍTICA, INVESTIGADOR IKERBASQUE EN LA UPV/ EHU Y TITULAR DE LA CÁTEDRA INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y DEMOCRACIA EN EL INSTITUTO EUROPEO DE FLORENCIA
Domingo, 29 de diciembre 2024, 01:00
El cambio de año es una invitación a comparar el pasado con el presente, las experiencias y las expectativas. Me temo que detrás de esta rutina ya no hay apenas ideales transformadores y las agitaciones del presente no anuncian cambios significativos. La persistencia de las ... crisis (climáticas, políticas, financieras, sanitarias), el hecho de que hayamos dejado de entenderlas como una situación provisional que podríamos manejar e incluso solucionar definitivamente, ha modificado la idea que teníamos del futuro. Para los conservadores, el futuro está en el pasado, en su continuidad; para los progresistas, el futuro está en la resistencia del presente. El cambio es, para unos, reposición, y para otros impedir que se pierda lo conquistado. En ambos casos hay una desconfianza hacia el futuro en sentido enfático.
Estas perspectivas sombrías acerca del porvenir han transformado los modos del gobierno: de la planificación hemos pasado a la prevención. Este régimen de la prevención no es completamente nuevo, pero en los últimos años la prevención no se ha limitado a completar a la planificación sino que en buena medida la ha sustituido. La planificación esperaba conseguir objetivos positivos en el futuro y prometía una mejora del presente; la prevención, por el contrario, es una forma de gobierno escéptica en relación con el futuro.
Hoy, el porvenir se presenta como un espacio de posibles amenazas, desde los accidentes tecnológicos hasta las crisis ecológicas, las quiebras financieras, las futuras pandemias, las guerras y el endeudamiento de los Estados. De una sociedad perfectible hemos pasado a una sociedad frágil que en lugar de mejorar amenaza con romperse. La resiliencia y la gobernanza anticipatoria son el concepto complementario de la vulnerabilidad, que en vez de impedir lo negativo nos prepara frente a los daños inevitables. El clásico modelo de la planificación avistaba un objetivo en el futuro, la resiliencia corresponde al pesimismo del siglo XXI. Ya no se trata de perfeccionar sino de evitar lo peor. Las promesas han sido sustituidas por las protecciones.
Este panorama produce narrativas desconcertantes. Los conservadores se habían caracterizado hasta ahora por la nostalgia del pasado, mientras que los progresistas se volcaban en la construcción del futuro; actualmente, de diversos modos, todos agitan el miedo de las pérdidas y gestionan esas experiencias negativas. Cuando se erosiona la creencia en la inevitabilidad del progreso, también la izquierda desarrolla esa tardomoderna forma de nostalgia que es la nostalgia del futuro, de aquel tiempo pasado en el que había futuro.
Ahora el futuro no designa un proyecto, sino que adopta una forma retrospectiva. Podríamos formularlo diciendo que, para un conservador, antes el pasado era mejor, mientras que para un progresista antes el futuro era mejor. En ambos casos, el punto de referencia es el pasado: la nostalgia de lo perdido o de lo que puede perderse. Buena parte del progresismo contemporáneo se formula en términos conservadores en la medida en que trata de proteger las conquistas del pasado frente a su posible pérdida. La reducción de los daños es la forma actual del progresismo; no se trata de mejorar el presente sino de rebajar las pérdidas: que el Estado del bienestar aminore los riesgos de la vida, que el sistema de salud atempere las molestias de la vida envejecida, que la previsión disminuya el impacto de las catástrofes futuras.
El progreso sigue una lógica de optimización, de crecimiento y acumulación. La sociedad moderna ha confiado en una promesa de mejora continua y estable, sin pérdidas significativas (o con unas pérdidas que serían compensadas por un bien superior o en el futuro). Una de las formulaciones más épicas de un progreso que compensaría las pérdidas es aquella declaración de Hegel de que la historia universal implica aplastar muchas flores inocentes a su paso.
Hoy este cálculo nos parece indecente. Cuando quiebra la expectativa del progreso, no hay compensación futura que relativice las experiencias individuales de pérdida y las califique como inconvenientes transitorios o excepcionales. Las promesas han perdido credibilidad por los pronósticos negativos acerca del futuro y las consecuencias negativas del desarrollo económico y tecnológico. No confiamos en ese despliegue de lo universal a costa de la singularidad. No hay nada que consuele o compense a los explotados y excluidos con un futuro reparador.
Tal vez sea este el único avance de una época que cuestiona casi todos los avances: estamos cada vez menos dispuestos a creer que las pérdidas provisionales (un sacrificio por el planeta, una austeridad para estabilizar la economía, el desarrollo de la carrera pública de los varones a expensas del enclaustramiento de las mujeres, el avance civilizatorio debido al colonialismo, cualquier progreso a costa de la externalización de los daños) nos vayan a ser recompensadas en el futuro.
Esta narrativa de las promesas no cuadra bien con la sensación de que nos están pidiendo algo que seguramente será irreparable. Actualmente las pérdidas son más visibles, endógenas, afectan a una parte de nuestra sociedad que no se puede esconder fácilmente, que no son los paganos pasivos, el coste inevitable: son perdidas propias.
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