La España de cartón piedra
Carta del Director ·
No se entiende que leyes de tanta importancia como la de educación o la eutanasia se aprueben en pleno estado de alarma, sin diálogo ni debateCarta del Director ·
No se entiende que leyes de tanta importancia como la de educación o la eutanasia se aprueben en pleno estado de alarma, sin diálogo ni debateCuesta mucho trabajo entender cómo y por qué leyes tan importantes como la de educación o la eutanasia se aprueban en pleno estado de alarma y sin apenas diálogo y debate social. La impresión es que se trata de presentar las leyes cuanto antes y ... que su contenido tiene, para los propios legisladores, un valor secundario. Se podría decir que es lo de menos. El objetivo, por tanto, es construir un decorado y un relato creíble que les permita hacer política antes que construir un país. De otra forma no se comprende que en la llamada 'ley Celaá' apenas haya intervenido la comunidad educativa y que en la ley de eutanasia los propios e históricos defensores del suicidio asistido sean muy críticos con ella. Es triste observar el escaso fondo intelectual en el planteamiento de ambas leyes, que tienen un punto en común: su enorme carga ideológica.
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Ya he escrito en estas mismas páginas que la 'ley Celaá' se ha construido sobre prejuicios ideológicos y religiosos que poco tienen que ver con la educación, ni siquiera con el pacto educativo que dio lugar a la concertada. Y además, sobre falsas ideas repetidas por los políticos, fieles guardianes del argumentario de sus partidos y soldados de la desinformación. La educación concertada, al menos en Málaga, ni es elitista ni es de ricos. Todo lo contrario. De hecho, una información de este periódico demostró con datos que la mayoría de los centros concertados están en barrios humildes. Pero eso, en este decorado ideológico tiene poca importancia, porque lo que realmente importa es acabar con la concertada, aunque ello suponga arrasar un modelo educativo de calidad y, no hay que olvidarlo, también público.
La ley de eutanasia era necesaria, pero es un tremendo error haberla tramitado a esta velocidad y con desprecio absoluto al debate ético y moral que requiere. Un legislación de este calado habría requerido la aportación de pensadores solventes y de profesionales de prestigio y no de publicistas ideológicos. El suicidio asistido merece, al menos, respeto intelectual, más aún teniendo en cuenta su trascendencia metafísica y antropológica.
Las sociedades, especialmente las de tradición cristiana y latina, tienen una extraña relación con la muerte. De otra forma no se entiende, por ejemplo, la consideración del suicidio como un tabú, a pesar de ser la primera causa de muerte no natural en España. Este país trata de ocultar el suicidio, estigmatizado más por desconocimiento que por otras causas. De hecho, durante muchos años, e incluso ahora, hay quienes defienden no hablar del suicidio en los medios de comunicación. Lo que hace falta es más información y más planes de prevención y asistencia a personas con tendencia suicida.
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Está bien que una sociedad legisle sobre la eutanasia y proteja el derecho de una persona a decidir voluntariamente su muerte cuando por enfermedad o accidente considere que sus condiciones de vida son absolutamente indignas. Pero también hay que proteger la vida para que nadie pueda ser víctima de su propio derecho a la eutanasia. Es decir, que el camino del suicidio asistido no se tome por desesperación, por falta de recursos económicos, por no tener cuidados paliativos o, simplemente, por soledad. Es tan complejo este asunto que es un insulto a la inteligencia, a la moral y a la ética que se haya legislado de esta forma.
Si nos retrotraemos a las leyes del divorcio, del aborto o del matrimonio igualitario coincidimos, como le escuché decir al escritor Juan del Val, que el Partido Popular siempre llega tarde y, posiblemente, también llegará tarde con la eutanasia. Sobre todo porque personas de derechas también se divorcian, abortan, se casan con una persona del mismo sexo y quizá recurrirían en casos extremos a la eutanasia.
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Lo que ocurre es que en estos tiempos que corren sufrimos un alarmante desamparo intelectual. Con ello quiero decir que faltan pensadores de altura capaces de afrontar debates con tantas aristas como el de la eutanasia. El mismo respeto merece quien defiende la eutanasia como el que la rechaza, pero la sociedad debe legislar, en este caso tan íntimo, abstrayéndose de ideologías y creencias y centrándose en la verdadera esencia de las libertades individuales del ser humano y en el papel que su entorno debe jugar para proteger ese derecho pero también para salvaguardar la vida frente a la mala utilización de este derecho. Muy complejo.
La educación y la eutanasia son los dos últimos ejemplos de una forma de legislar y de gestionar en este país. Ocurre algo similar con leyes y normas tan trascendentales como las referentes a la igualdad, a la violencia machista o, incluso, a las migraciones. Ante estos temas es importante mantener al margen de la tramitación legislativa a gente sin formación, a frívolos y a fundamentalistas ideológicos, sean ministros, diputados, funcionarios o ciudadanos de a pie, sean de izquierdas o de derechas. Porque una sociedad construida sobre un armazón legislativo de cartón piedra corre el riesgo de desmoronarse y de que sólo queden escombros partidistas con los que agredir al contrario.
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Escribía hace un par de días el periodista Antonio Caño que «sólo cuando una izquierda progresista y una derecha liberal estén dispuestas a entenderse y competir sin pretender la eliminación del rival, podrá nuestro país afrontar sus problemas en paz, como una vez hizo». Y este argumento lo recojo, como tantas veces en esta página, para defender, me temo que con poco éxito, la unidad y el trabajo conjunto de esa izquierda progresista y esa derecha liberal –sin extremismos por ningún lado– para afrontar no sólo los grandes problemas sino también los grandes retos a los que nos enfrentamos como sociedad y de los que sólo podremos salir airosos con unidad, inteligencia, conocimiento y grandes dosis de moral y ética. Aunque eso, en este teatro ideológico que es España, parece mucho pedir.
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