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Hace tiempo que las broncas en el Congreso, sumido en una competición por ver quién alcanza la cota más alta de agresividad, deberían hacernos parar ... y reflexionar. Los partidos políticos que representan a los españoles ni siquiera parecen capaces de ponerse de acuerdo en asuntos que tendrían que suscitar unanimidad, que no es lo mismo que generar homegeneidad ideológica, porque en la unión también caben las discrepancias. Se pueden tener diferencias, y en este país lo deberíamos saber bien, y sin embargo ir de la mano cuando las ocasiones lo requieren.
El último ejemplo de esta aparente incapacidad de alcanzar pactos generales ha sido lo ocurrido en las intervenciones sobre violencia machista. La gran pregunta es qué quieren conseguir sus señorías insultándose y generando una escalada de tensión verbal cuando discuten sobre una lacra que sólo puede provocar la condena de todos, con independencia de que las propuestas para acabar con el machismo sean debatibles. Quizá lo que ocurre es que cuando creemos que están hablando de igualdad o de políticas para la protección de la mujer, en realidad unos partidos y otros simplemente están haciendo política, y no es una buena señal de salud democrática que un asunto de tanta trascendencia esté siendo utilizado con otros propósitos.
El feminismo debe ser una aspiración transversal que nos implique a todos, que impregne cualquier ámbito de la vida –educación, familia, deporte, ocio, economía, mercado laboral, etc.– y que quede al margen de disputas partidistas. En materia de igualdad no debería haber matices ni interpretaciones ni concesiones, y las resistencias fácilmente detectables desde algunos sectores son inaceptables. Es preciso hallar un modelo sobre el que seguir construyendo una sociedad más igualitaria. Y no cabe hacerse trampas al solitario. Muy pocas reuniones sociales y familiares, muy pocos de grupos de WhatsApp o de conversaciones intrascendentes pasarían el filtro del feminismo o del antimachismo. Por eso es tan importante que desde la administración se vaya por delante de los hábitos de conducta y, al mismo tiempo, establecer reglas para evitar desajustes. La paridad bien entendida debe asumirse con naturalidad, aunque ello signifique cambiar sistemas y procedimientos a veces incrustados en la sociedad.
Y habría que afrontar de una vez por todas realidades que a veces distorsionan el trabajo por la igualdad. Mientras las mujeres empiezan a copar puestos de trabajo a los que se llega por oposición –juezas, fiscales, abogadas del Estado, inspectoras, por ejemplo–, así como profesiones como magisterio o enfermería, el mundo emprendedor y empresarial tiene una apabullante presencia de hombres. Habría que descubrir si las razones son sólo culturales o si trascienden por cuestiones de género. Sea lo que fuere, sirva este planteamiento para defender que la implantación de la igualdad debe ser inflexible, pero al mismo tiempo capaz de asumir y adaptarse a diferencias naturales que, al mismo tiempo, nunca deben ser obstáculos en esta lucha feminista. Esas diferencias deben participar también en esta larga carrera por la igualdad y contra la violencia machista.
Por eso los espectáculos protagonizados esta semana en el Congreso sólo hacen entorpecer este camino. La diputada de Vox Carla Toscano afirmó que el único mérito de la ministra de Igualdad, Irene Montero, es «haber estudiado en profundidad» a Pablo Iglesias, frase que originó una oleada de adhesiones y apoyos a la ministra. Puede decirse incluso que, con su intolerable comentario, Vox construyó un muro que ha permitido a Montero cobijarse de los errores aún no asumidos en la ley 'Sólo sí es sí'. Luego, para no quedarse atrás en la carrera parlamentaria por lanzar el comentario más desafortunado, la propia ministra de Igualdad afirmó: «Ustedes –dirigiéndose a la bancada del PP y Vox– promueven la cultura de la violación. Ejercen la violencia política».
El problema no es llamar la atención sobre los riesgos de la cultura de la violación, que como bien explicó esta semana el propio Pablo Iglesias es culpabilizar a la mujer, aunque sea inconscientemente, por el hecho de ir sola por la noche o por vestir una falda corta, sino generalizar en el PP y Vox una acusación a todas luces absurda y malintencionada.
¿Pues qué quieren estas dos diputadas que pensemos? Ningún argumento, sea el que sea, justifica las injurias o las mentiras. Y ni el único mérito de Montero es haber conocido a Iglesias, ni el PP y Vox promueven violaciones. Con sus intervenciones han hecho un flaco favor a la lucha feminista y alimentan esa convicción cada vez más generalizada de que cualquier asunto puede instrumentalizarse, convertirse en una piedra con la que golpear a quien piensa diferente.
Aún recuerdo la manifestación feminista del 8M de 2018 en Málaga, cuando decenas de miles de personas inundaron las calles en una sensación de esfuerzo compartido por la igualdad y contra la violencia machista. Desde entonces, cuando parecía una causa común, unos y otros se han empeñado en resquebrajar esa unidad. Unos –Unidas Podemos– creyéndose los únicos legitimados en este propósito, patrimonializando una causa que debería ser universal; los otros –Vox–, aglutinando a los negacionistas de la violencia machista y a quienes tienen miedo a la igualdad real, efectiva. Diría que el feminismo tiene el espíritu de aquellas manifestaciones multitudinarias, y no de estos chuscos cruces de acusaciones que nada aportan a la construcción de una sociedad más justa.
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