El martes 20 de febrero el exfutbolista Juan Carlos Unzué compareció en el Congreso para defender la ley para enfermos de ELA. Dirigiéndose a la Cámara pidió que levantaran la mano los diputados presentes. Eran cinco de los 350 elegidos por nosotros. La escena fue ... vergonzosa y transmitía una certeza casi letal para los ciudadanos. Ellos, los diputados, junto al Senado constituyen el Poder Legislativo. Unzué recordó que los ausentes y presentes eran los responsables de los dos años de bloqueo y de las cincuenta ocasiones en las que la proposición de ley aprobada en el Congreso por unanimidad no ha avanzado (marzo de 2022). Habló del tiempo, no del que nombramos en el ascensor cuando nos encontramos con un vecino, no; él hablaba de ese tiempo que los diputados se toman para postergar sus obligaciones robándoselo a los enfermos que es justo lo único que no tienen.

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A partir de aquí podría romper la distancia, evitar el cuidado con el que escojo las palabras cuando escribo para mis lectores, podría quitarme el corsé de objetividad que me ato y me desato como las damas del XVII y buscar la manera de que nuestra clase política pase a la reserva. Pero no tengo más armas que mis palabras, así que informo de que los enfermos de ELA sufren distintas velocidades de deterioro, aunque todos acaban necesitando cuidados que pocos pueden permitirse. La ley es una pequeña esperanza que posee cierta complejidad, sobre todo por tener que eludir los nudos burocráticos existentes entre las comunidades autónomas y la Seguridad Social.

La necesidad de defender la constitucionalidad de la dichosa ley de amnistía y las constantes correcciones que envían desde Waterloo y la red de influencias del compañero Koldo les tienen tan ocupados que no les da la cabeza para más. Es una pena que no podamos legislar los ciudadanos algunas de las condiciones de trabajo de los ausentes diputados. Ábalos dice que está solo, que no tiene coche, chófer ni secretaria. Suena como los nobles que reclamaban un marquesado en Versalles en una queja reivindicativa de su clase, una clase que posee privilegios excepcionales porque se supone que se ocupa de la ciudadanía de un país.

Pero desde la ventanilla de un automóvil de gran cilindrada o en el restaurante con estrella Michelin lo que se ve no es la vida real, es un paisaje casi metafórico de la realidad. Unzué no tiene tiempo, y nosotros tenemos demasiada paciencia y tragaderas capaces de aceptar las sombras que rodean a los elegidos incapaces de mirar a los enfermos de ELA.

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