Los efectos de la (in) seguridad jurídica
CARTA DEL DIRECTOR ·
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CARTA DEL DIRECTOR ·
Los ciudadanos y las empresas no pueden estar al albur de los caprichos e intereses de la administración públicaQue el mundo y las relaciones personales, sociales, laborales y económicas están cambiando resulta una evidencia. La forma de vivir y de trabajar se están transformando a una velocidad inédita en nuestros tiempos. Es difícil adivinar cómo será el mundo dentro de apenas cinco años ... y absolutamente imposible dentro de veinte años. Los sectores de la comunicación, la logística, el turismo, la banca o la industria tradicional están inmersos en procesos de reinvención en los que se ve el comienzo pero no el final. El cambio, a pesar de lo poco que le gusta al ser humano, es el gran motor del mundo.
Y en este contexto imprevisible parece preciso, sin embargo, disponer de algunas certidumbres que permitan trabajar y desarrollar proyectos con unas mínimas garantías. Me refiero sobre todo a la seguridad jurídica, poco valorada en general pero de extraordinaria importancia para el desarrollo económico. De hecho es una de las variables más valoradas por las grandes compañías a la hora de realizar inversiones en cualquier país y uno de los criterios que determinan el nivel de una sociedad democrática avanzada.
España y toda Europa ofrecen por ahora esa seguridad jurídica que transmite confianza. Sin embargo, cada vez más son más habituales los síntomas que quiebran esta credibilidad y que nos hacen preguntarnos si nos encontramos ante una nueva amenaza.
En Málaga, concretamente, asistimos desde hace muchos meses a dos situaciones inquietantes. En primer lugar, el nuevo expediente de servidumbres para el aeropuerto de la Dirección General de Aviación Civil del Ministerio de Transportes, que supone un endurecimiento de los límites de altura para construir en más de un centenar de suelos de la capital y de municipios cercanos como Torremolinos, Alhaurín de la Torre y Cártama. Según los cálculos realizados por este periódico, al menos unas diez mil viviendas proyectadas para la capital se ven amenazadas por las nuevas restricciones.
En segundo lugar, la ampliación de los mapas de riesgo de inundación que tramita la Junta de Andalucía para las cuencas mediterráneas de la región y que incluyen el entorno del Guadalhorce, con impacto en numerosas zonas de la ciudad.
Nadie puede estar en contra de los planes para garantizar la seguridad del espacio aéreo y para evitar los efectos de inundaciones, pero sí es reprobable que estas medidas se lleven a cabo sin tener mínimamente en cuenta los perjuicios que ocasiona y la inseguridad que acarrea. En ambos casos la administración ignora los derechos adquiridos de aquellos que, bajo la normativa existente en su momento, invirtieron y desarrollaron proyectos que hoy se ven cercenados de raíz por nuevas leyes. Si la administración cambia de pronto las reglas del juego debiera, cuando menos, atender los intereses de los afectados.
Cada vez más los ciudadanos y las empresas están al albur de los caprichos e intereses de la administración pública. Si una persona o empresa cumple un hecho reglado por la administración y cumple con todos y cada uno de los requisitos nadie puede privarle de su derecho de emprender. Y mucho menos por criterios subjetivos y personales. Porque de lo contrario se vulnera la seguridad jurídica, pilar fundamental de una sociedad desarrollada. La administración, sea un ayuntamiento, una comunidad autónoma o el propio Estado, no puede estar por encima de la ley que ella misma ha promulgado, salvo que queramos convertir la ciudad en el salvaje oeste.
Si alguien, por ejemplo, compra una nave industrial para promover un negocio de acuerdo a la ley y conforme a todos los requisitos nadie puede llegar años después diciendo que donde dijo digo dice ahora Diego. Al menos sin indemnizar los daños ocasionados.
Y otro ejemplo: la torre del Puerto puede gustar más o menos, puede irritar más o menos, se puede estar más o menos de acuerdo con el proyecto, pero no deja de ser un hecho reglado y, si cumple con todos los requisitos, no se puede impedir su construcción porque se vulnerarían los derechos de sus promotores. Y si no los cumplen, que se vayan a otra parte.
¿Puede cualquier hecho reglado depender de opiniones subjetivas de otros ciudadanos o de la propia administración? Parece que no, pero asistimos con asombro a una práctica cada vez más extendida: que la opinión, los caprichos o los intereses de funcionarios, altos cargos, políticos, partidos, asociaciones, colectivos, academias, medios de comunicación, ciudadanos y colegios profesionales, entre otros, pretendan estar por encima de la ley. El juego democrático consiste en eso, en someterse a las leyes de las que los propios ciudadanos nos dotamos para regular nuestra convivencia. Lo contrario nos llevaría a ser una república bananera en la que cualquiera, como hacía Hugo Chávez, iría por la ciudad al grito de ¡Exprópiese! ¡Exprópiese!
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