Habría que recordar que la Justicia en España ha sentado en el banquillo a ministros, presidentes autonómicos, consejeros, diputados, alcaldes, concejales, banqueros, empresarios e, incluso, a miembros de la Familia Real. Y muchos de ellos han terminado entre rejas. La Justicia en España funciona, lenta pero funciona. Y ha desbaratado todos los casos de corrupción política y económica sin importarle los efectos colaterales de sus decisiones. También ha cometido errores, algunos de ellos flagrantes, pero ellos no deben difuminar la cantidad de aciertos. Si hay algún debe en la Justicia, al margen de la lentitud, es extremar el cuidado aún más en las condenas a inocentes y en su contribución a las penas del telediario. Si algo sobra en la judicatura son los jueces mediáticos y aquellos que coquetean con la política.
Podemos concluir por tanto que la Justicia en España es de fiar, aunque se merezca una colleja por tomarse tan en serio el paso de tortuga. Quizá por todo esto el Poder Judicial es tan incómodo para los políticos y los gobiernos, hasta el punto de que desde hace tiempo existe un acoso y derribo por parte de los partidos políticos hacia el Poder Judicial. La mayor garantía que podemos tener los ciudadanos para defender nuestras libertades es un Poder Judicial independiente del Poder Ejecutivo. No cabe duda de que, visto lo visto, es más fácil confiar en un juez que en un político. Es preciso, por tanto, reforzar y defender no sólo la separación de poderes sino la independencia del Poder Judicial frente a las permanentes injerencias políticas.
Los reiterados intentos del PSOE y el PP de controlar el Consejo General del Poder Judicial y la amenaza de un cambio legislativo para facilitar el control político del mismo es la demostración de que los ciudadanos debemos estar alerta y alejar las garras de nuestros representantes de la Justicia. Porque es la mejor forma de defender los intereses generales.
Teniendo en cuenta los antecedentes históricos del poder político –ningún partido se libra de casos de corrupción–, sería temerario dejar que, definitivamente, la política controlara la Justicia.
El caso del veto por parte del Gobierno de Pedro Sánchez a la asistencia del Rey a la entrega de despachos de los nuevos jueces en la Escuela Judicial de Barcelona; el pulso del presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, con el Gobierno, y la designación de seis cargos del Supremo en contra de la voluntad del Ejecutivo pusieron en evidencia las tensiones latentes entre ambos poderes.
Y el último episodio se ha vivido esta semana con la solicitud al Tribunal Supremo para que impute al vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, por los cargos de revelación de secretos, daños informáticos, denuncia falsa y falso testimonio. Se da la circunstancia de que el titular del Juzgado Central de Instrucción número 6 de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, es también el instructor del 'caso Kitchen', que investiga un posible operativo parapolicial pagado por Interior para obtener de Bárcenas documentación sensible para el PP y en el que está imputado el exministro Jorge Fernández Díaz.
La avalancha de críticas y amenazas del entorno de Unidas Podemos al juez le ha llevado, incluso, a interponer una denuncia ante la Policía y a solicitar el amparo del CGPJ al considerar que es objeto de una campaña de acoso y desprestigio con mensajes contra su persona que son «repetidos y amplificados por muchos de los dirigentes», entre ellos «algunos miembros del Gobierno de la Nación, que desde la visibilidad propia del papel institucional que representan y la atención que reciben de los medios, señalan de forma directa a este magistrado y sabiendo la repercusión que sus palabras pueden tener, le colocan en una situación de absoluta indefensión y descrédito profesional».
La realidad es que el 'caso Dina' y la posible imputación de Pablo Iglesias ha desatado un inaudito estado de excitación entre el entorno de Iglesias y también entre quienes apuestan, y desean, su imputación. No es saludable el nivel de agresividad y soberbia de unos y otros, sobre todo cuando aún no se sabe qué va a decidir el Tribunal Supremo.
La presunción de inocencia debe prevalecer siempre y en este caso también, aunque resulta chocante el nivel de presión que el propio Iglesias está ejerciendo en su defensa. Es preocupante comprobar el activismo de algunos (muchos) medios a favor o en contra de Iglesias, deslegitimando su propia acción periodística. Y es inquietante, al mismo tiempo, observar cómo se las gastan partidos de uno y otro lado, hasta el punto de acercarse al matonismo, quizá sin percatarse en las enormes contradicciones en cuanto a la citada presunción de inocencia, la independencia de los jueces y el respeto procesal.
La mejor enseñanza de esta bronca política-judicial es la necesidad urgente y vital de alejar a los políticos de los jueces. Porque da miedo, literal, ver cómo se comportan algunos políticos y cómo gestionan su poder y da terror imaginar qué pasaría en este país si nos quedamos con el último garante de la libertad: la Justicia y quienes la imparten.