Violeta Niebla
Lunes, 10 de marzo 2025, 01:00
El fin de semana pasado se configuró como un yin y un yang cultural. El viernes se habló sobre la dulzura, en un ciclo que ... ha organizado Sara Torres en La Térmica. Nunca pensé que vería una cola de más de doscientas personas para escuchar hablar sobre cosas dulces, sobre lo tierno cuando solo entraban 106 personas en la sala. Si hubiera tenido un subrayador, habría marcado las palabras que más se repitieron: cuerpos disidentes, cuerpos enfadados, cuerpos tristes versus cuerpos alegres, cuerpos que celebran, cuerpos que disfrutan. El mensaje desde el enfado no llega igual que desde un lugar amable. Me recuerda a mi forma de insultar cuando voy en el coche: ¿cariño, por qué te lo saltas? Desde la bondad, desde la preocupación.
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Los discursos de Roy Galán, Ángelo Néstore y Alana Portero nos aportaron luz y también muchas preguntas, mucha revisión personal. Fue una especie de examen de conciencia sobre cómo gestionamos los textos y los discursos políticos. Cómo los recibimos y cómo nos atraviesan. Me quedo con la idea de que la dulzura puede ser un refugio y, al mismo tiempo, una trinchera.
Al día siguiente, después de mi taller de la mañana, cogimos el coche para llegar directas al Teatro Central en Sevilla y me encontré en el otro extremo del espectro emocional y estético. Fuimos a ver Vudú (3318) Blixen, la nueva obra de Angélica Liddell. Allí no había ternura. O, si la había, estaba sepultada bajo capas de violencia y exceso. Angélica Liddell no susurra, grita. No acaricia, sacude. No invita a la reflexión pausada, sino que arrastra al público a su abismo. En escena, cuerpos entregados a un ritual que escapa a la narrativa tradicional. Palabras que son más que discurso: son invocación, golpe, vómito. Un montaje que desafía cualquier intento de comprensión lineal. No hay tregua, ni para el público ni para los intérpretes.
La intensidad del teatro de Liddell es como un exorcismo. Se siente en el cuerpo y en la respiración entrecortada de los espectadores. Me pregunté si ese tipo de sacudida puede ser también un acto de ternura, aunque lo parezca menos. Si exponerse sin reservas, si entregarse con esa brutalidad es, en el fondo, una manera de ofrecer algo honesto, sin filtros ni concesiones.
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Salí del teatro con el cuerpo alterado. No podía decir si había visto algo bello o monstruoso, si había disfrutado o sufrido. Pensé en la dulzura de la noche anterior, en cómo esa sala llena de personas quería reivindicar lo tierno como una herramienta política. Pensé en Angélica Liddell quemando todo a su paso, arrasando con la posibilidad de la dulzura. Yin y yang. Dulzura y riesgo. Me pregunto si son realmente opuestos o si, en el fondo, forman parte de la misma pulsión. Quizá la dulzura y la brutalidad no sean más que dos maneras distintas de enfrentarse al mundo, dos formas de no rendirse.
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