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Estos días se ha cumplido el décimo aniversario del advenimiento de Felipe VI al trono de España. El Rey ha presidido numerosos actos de un ... protocolo extraordinario, sobrio, elegante, sin la tendencia aparatosa de la monarquía británica, sobre todo después del nombramiento de Victoria I como Emperatriz de la India en 1877, cuando ya la ceremonia de coronación en Westminster de los Hannover-Windsor se complejizó aún más hasta hacerse soporífera, reiterativa, incluyendo esa escena inolvidable, de vocación derviche, girando alrededor del trono en una suerte de danza de obeso reyezuelo polinésico fulminado por el sexo, las setas alucinógenas y la falta de ejercicio: molicie del poder en el extremo del mundo. Nada que ver con la tradición española en que la corona no se considera un símbolo físico para legitimar a los reyes entronizados con veinte kilos sobre la cabeza real. No sé si recuerdan, pero a Carlos y a Camila les costó lo suyo en la ceremonia, esta sí, de coronación, aquel mazazo de brillantes, esmeraldas y rubíes, en sendas testas, pero ellos han resistido un sinfín de embates y este, suponían, era el último que se les propinaba a esta pareja de 'gentries' cultos, morganáticos de lujo, luego vinieron otros.
Y es que, en el fondo, han tenido mala suerte. Las paradojas de la Historia persisten y se repiten obstinadamente. Es increíble que, en España, un país con un recorrido constitucional abrupto y retorcido (desde 1808 hasta hoy hemos tenido una docena de cartas constitucionales: incluyendo el Estatuto de Bayona y el Fuero de los Españoles, en las Islas Británicas funciona la misma Constitución, no escrita, desde 1214); sin embargo, nuestros soberanos, tantas veces exiliados, han jurado ante las Cortes (ya sean las de Castilla, la de carrera de San Jerónimo isabelinas (Isabel II), las franquistas, y la de la Constitución del 78, ahora incomprensiblemente denostada por los hijos de la masía y de las ikastolas, entre otros. Supongo que la carga simbólica en que se asienta la estabilidad de una monarquía se asienta en su dimensión aurática. Supongo que después de la Guerra de las Dos Rosas (Lancaster versus York), tanto los Tudor como los Estuardo, reafirmaron su carácter divino, y eso, a estos últimos, les costó dos decapitaciones (María y su nieto Carlos) y un par de Revoluciones (1640,1688), pero erre que erre, el sentimiento monárquico británico es tan fuerte, que se alimentan de una imagen omnipotente, intocable. En la piel de toro, al contrario, los Borbones han de jurar ante las Cortes, la única fuente legal que les vincula al pueblo, ese pueblo que les ha mandado, tres veces, a Estoril de vacaciones.
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