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Se cumple una década desde que Jorge Mario Bergoglio fuera elegido sucesor de Joseph Ratzinger. En ese momento, pasamos de Benedicto XVI, tras la histórica renuncia, a Francisco a secas. Los medios pivotaron desde el titular 'El pastor alemán', cuando Ratzinger fue elegido Papa, al ... titular 'El hombre que vino del fin del mundo', cuando Bergoglio fue designado por el colegio cardenalicio como el Papa 266 de la Iglesia Católica. Toda una declaración de principios. Sin embargo, no se entiende el uno sin el otro. Como tampoco se entendería a Benedicto XVI sin Juan Pablo II. Existe en la sucesión petrina, en particular en el siglo XX y albores del XXI, una sutil y sólida corriente de gobierno.
Con Francisco ocurre de manera específica y clara. Aunque exista quien no lo vea o no esté de acuerdo con su pontificado. Hace muchos años, cuando Francisco empezaba a dar sus primeros pasos, hubo quien me dijo que no sería un buen Papa porque no llevaba zapatos rojos, habría despojado del papado todo su glamour. Diez años después hubo quien me pidió resumir para la radio, en dos minutos, su pontificado. No era difícil. ¿El motivo? Francisco ha impulsado desde un fino, certero y sólido discernimiento, una serie de reformas. No hay marcha atrás. La dinámica en la que ha situado a la Iglesia Católica no es ninguna tontería. Bebiendo de Evangelio y Tradición, con el aggiornamento acompasado al Concilio Vaticano II y con una toma de postura clara respecto a la curia, a la economía o a los descartados; a los abusados, a la mujer o a la fraternidad; a la ecología, a la moral personal o a la sinodalidad, resulta fácil entender que no habrá vuelta atrás en las reformas emprendidas en el pontificado del Papa que llegó de Argentina.
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