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Diciembre

Aunque no me seduce la Navidad, no andaré con el disfraz de Mister Scrooge

Antonio Ortín

Málaga

Viernes, 6 de diciembre 2019, 00:58

Diciembre tiene ese aire extraño de los meses atípicos del calendario. La rutina se va perdiendo en el clima vaporoso de las tradiciones, la zambomba intenta abrirse paso en el ruido ensordecedor del concierto para claxon que ofrece el atasco matinal de cada día; y los recuerdos de cuando estaban los que hoy tanta falta hacen se entremezclan con este frenesí de escaparate al que obligan los tres Reyes Magos y el invitado nórdico que, como Halloween, se ha acabado instalando en nuestra mesa de Nochebuena como si llevara aquí toda la vida. Y, luego, claro, esta estridencia lumínica que las ciudades han convertido en campo de batalla política desde Vigo hasta Málaga, por ver quién invierte en la bombilla más cegadora: Tere Porras o Abel Caballero.

Lo cierto es que más allá de todo eso hay una inevitable liturgia de balance, de vuelta la vista atrás con la irremediable nostalgia de otro tiempo, más o menos feliz pero donde sin duda estaba todo por descubrir. Ahora, más bien, es la pausa obligada de la actividad diaria la mayor recompensa. Todo lo demás viene dado por los críos. A ellos les corresponde disfrutar de unos días que fueron mágicos para nosotros y que ahora les pertenecen. Y esa ilusión justifica el sopor de la cena de Nochebuena, el aturdimiento de cada villancico, el frío a medias de ese invierno que no termina de llegar en las calles y hasta esa paradójica certeza de que en pocos días volverá la furia a la atmósfera enrarecida de estos tiempos que nos han tocado.

Hasta entonces, qué quieren que les diga. No andaré con el disfraz dickensiano de Mister Scrooge, para qué. Prefiero disfrutar del reconfortante espectáculo de miradas inquietas de los niños que pueblan mi familia. Si acaso, me perderé algún día por los rincones bulliciosos del Centro para navegar a través de la memoria por el territorio luminoso de la infancia: por el desorden del salón de casa para hacerle hueco al árbol o por el eco remoto de la voz de mi madre preguntando quién fue el último que vio el viejo mantel de guirnaldas que guardó en ese cajón donde no está desde la Navidad anterior.

Y quizá, de regreso de aquellos años, con los ojos empapados de ternura y tiempo, sea un buen momento para quedarme acodado en las calles de mi melancolía. Y, desde ahí, observar las risas de Nicolás, Cayetano, Guillermo y Gonzalo desde la frontera de su adolescencia. Y entender que todo eso, como la chispa de inocencia de la pequeña Julieta, es lo más parecido a un instante eterno de felicidad.

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