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Desvergüenza

Elena de Miguel

Málaga

Miércoles, 30 de enero 2019, 00:37

«Este país está enfermo de opinadores, opina todo el mundo». La frase magistral no es mía, ya quisiera. Pertenece al actor y director teatral José Luis Gómez y encabezaba una entrevista de Regina Sotorrío en este periódico el pasado lunes. Somos de mucho opinar (por lo general, mal) y de poco hacer. Se nos amontona la palabrería hacia lo ajeno, el calificativo donde no nos llaman, el verbo grosero donde ni pinchamos ni cortamos.

Somos el reflejo de un país de tertulianos, donde opinar es un oficio para el que no se requiere apenas conocimiento, sin más habilidad que la falta de pudor y dar bien en cámara. Un país que puede pasar horas y horas hablando del rescate de un niño. Que lo mismo analiza el trabajo de ingeniería para el encamisado de un pozo, que la cornamenta del último personaje olvidable. «Hemos de tener en cuenta que el miedo al caer en ese agujero no ayuda a la supervivencia», explicaba sin decoro uno de esos charlatanes, que ni sabe dónde cae Totalán, pero que se gusta soltando lo primero que le pasa por la cabeza. Con suerte habrá llegado a leer o a escuchar lo que periodistas (estos sí, no los otros), sin apenas horas de sueño, han trabajado 'in situ' y con profesionalidad, para luego embarrarlo con monólogos de papanatismo. Opiniones al peso, póngame kilo y medio de análisis trivial y efímero para ocupar este 'primetime', por favor. ¿Opiniones respetables? Opiniones bochornosas.

Las ha habido directamente bobas e ignorantes, pero no menos hirientes. «Vamos a ver, Emma, ¿cuánto tiempo lleva ese chiquillo metido en ese agujero? ¿Lleva seis días dentro del agujero? Con dos años, después de haber caído 100 metros... ¿Y han metido algo de comida? ¿Algo de bebida? ¿Con un algo? ¿Con una caña de pescar? ¿Sabemos algo de eso?». Si todo el mundo opina, por qué no lo iba a hacer Pablo Carbonell, que estaba de paso y aportó su granito de arena de sandez en directo para toda España.

Pero vayamos a las redes sociales. Allí se ha cocido el caldo de lo más abyecto. Perfiles que se mofaban de lo ocurrido y que, por más que denunciabas una y otra vez, no desaparecían. Poetas locales que invertían su alta intelectualidad en publicar chistes repugnantes sobre el rescate. Transeúntes tuiteros de demagogia ramplona, jaleados a golpe de 'like'. «Parece importarnos más la vida de un niño (...) que la de cientos de niños muertos intentando cruzar el mar». Sesudos (e insensibles) análisis, como el del periodista Max Pradera: «Si los mineros, que bajaban en turnos de 3 horas, tenían que llevar respiradores (...) imaginad un niño de 2 años durante 13 días. Pero esta información mataba la esperanza. No habría habido emoción-audiencia-publicidad».

Opinar de gorra y, además, ofender. Qué gran hazaña. Mientras, 300 personas se esforzaban en una labor titánica. Efectivamente, estamos enfermos de desvergüenza.

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