La desolación económica y la culpa
Carta del director ·
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La combinación de la desesperación económica, el miedo y el hartazgo por la permanente bronca política es una peligrosa combinación que puede derivar en una indignación descontroladaBuscar culpables. Esta es la principal preocupación y ocupación en España en todas sus variantes. El valor de la culpa, tan arraigado en nuestra tradición y cultura judeocristiana, es el combustible que hoy por hoy mueve la gestión de la pandemia. El Gobierno culpa a ... los ciudadanos y los ciudadanos, al Gobierno. El Gobierno culpa a la oposición y la oposición, al Gobierno. La culpa la tienen los chinos, los turistas, los jóvenes, los adultos, las familias, los hosteleros, los universitarios, los colegios, las residencias de mayores o los colegios mayores, la derecha, la izquierda, los monárquicos, los republicanos. Sobra culpa y falta acción. Y capacidad de decisión.
Todos los gobiernos dicen que son los expertos los que deciden, y los expertos –que deben estar pero que nunca se les ve– dicen que son los gobernantes los que tienen la última palabra. Los virólogos hablan, pero nadie les escucha; los médicos también hablan, pero sólo se les responde con aplausos. Los sanitarios claman en el desierto de los cuidados intensivos. Y los políticos prometen, como prometieron las primeras vacunas en diciembre. Dijeron diciembre y todos entendimos este diciembre, pero no. No será este diciembre ni se sabe cuándo. Y ahora dice la Organización Mundial de la Salud que no serán cien por cien efectivas. Somos los campeones mundiales a la hora de buscar culpables y de escurrir el bulto. Y entre culpa y culpa, la casa sin barrer. En Asia sienten vergüenza; los calvinistas centroeuropeos, responsabilidad, y aquí, en España, sacamos el dedo acusador. Yo no he sido; has sido tú. Siempre el 'y tú más'.
La segunda ola de la pandemia, cuya progresión hace prever un impacto mucho mayor que la primera, anuncia el caos sanitario y la desolación económica. La Covid-19 nos pone frente al peor de los interrogantes: la bolsa o la vida. El virus está matando a un ritmo terrorífico que apunta a unas Navidades confinados en nuestras casas, o en nuestro perímetro, lo cual sería sinónimo de catástrofe económica.
Si Alemania y Francia están tomando medidas radicales es, precisamente, por intentar salvar las Navidades desde el punto de vista económico. Merkel, por ejemplo, ha cerrado la hostelería, pero con un plan que contempla ayudas a cada restaurante y bar por el 75% de su facturación en noviembre de 2019. Así sí.
Es dramático observar cómo multitud de negocios se van a pique por el efecto de esta pandemia. E indigna la frivolidad con la que muchos reclaman el cierre absoluto de la actividad económica. Claro, que los que abogan por estas medidas radicales son, en su mayoría, funcionarios que tienen asegurado su salario, que no tienen la responsabilidad de decenas o cientos de empleos a sus espaldas o que, simplemente, no están abocados a la cola del paro. Habría que tener desde el poder políticos y desde la gestión de la pandemia más empatía con aquellos que viven en el abismo desde marzo.
Los ERTE y los créditos ICO han generado una gigantesca burbuja invisible de desempleo y ruina que cuando explote nos pondrá ante la verdadera dimensión de la crisis económica por la pandemia. La mayoría de los solicitantes de los créditos ICOno tendrán capacidad para devolverlos, aumentará la morosidad, cerrarán empresas y aumentará el desempleo. Todo ello con riesgo cierto de contagio al sistema financiero. No es ser pesimista, es abrir los ojos a la realidad.
Es por todo ello que a la economía hay que tratarla también como un enfermo en cuidados intensivos, protegiendo sobre todo la viabilidad de las empresas, que a la postre son las generadoras de empleo. Sería preciso un trabajo coordinado y conjunto entre los agentes sociales y el Gobierno, con la certeza de que el empresariado requiere más apoyo que nunca.
El hartazgo de la bronca política corre el riesgo de convertirse en indignación y disturbios como está ocurriendo ya en Italia y en algunas ciudades españolas. Ese peligro real debería alertar a sus señorías diputados para que pusieran fin a esta retahíla de engaños, contradicciones y frivolidades. Como acertadamente escribía esta semana el periodista Francisco Jiménez, «en marzo veía miedo en la calle; ahora veo hartazgo, y eso me da más miedo».
Pero en el Congreso de los Diputados siguen a lo suyo: a la bronca política. Es una batalla perdida la aspiración de un trabajo leal y comprometido para superar la pandemia. Ellos, a lo suyo. Y eso sí, con tiempo suficiente en el Consejo de Ministros para subirse el suelo. Sí, como leen, el presidente del Gobierno y sus ministros se han subido el sueldo en plena pandemia. Y eso es, simplemente, una indecencia.
La economía minifundista de España se soporta sobre los hombros de pequeños y medianos empresarios y de autónomos que difícilmente soportarían un segundo confinamiento, con la dificultad añadida de perder su horizonte vital. Ellos no sólo no se han subido el sueldo sino que en la mayoría de los casos lo han perdido.
Estado de alarma, toque de queda, cierre perimetral, controles policiales, confinamiento... Si alguien hace un año nos hubiera planteado este escenario le habríamos tomado por loco. O aún peor, por tonto. Y en este entorno de desolación hacen falta liderazgos de verdad, personas capaces de empatizar y tomar decisiones. De aglutinar los empeños para enfocarlos a un proyecto común. Porque en esta pandemia, como en una guerra, perdemos todos. No cabe la división, no caben estrategias.
Pero cada día observamos gestos de desprecio, de soberbia, de arrogancia y de vanidad que subestiman la dramática situación de muchas familias y, sobre todo, la dignidad colectiva. Y eso es el mayor de los peligros.
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