ROGER SENSERRICH. POLITÓLOGO Y ESCRITOR
Domingo, 16 de marzo 2025, 01:00
En todos los países, pero especialmente en Estados Unidos, la opinión pública se divide en dos grupos. Tenemos, por un lado, a una minoría que ... sigue la política de cerca y consume noticias con asiduidad. Este grupo suele ser relativamente pequeño y está muy politizado, con opiniones formadas y lealtades claras. Al otro lado, la inmensa mayoría de votantes, que no suelen seguir la política de cerca. Son relativamente partidistas y suelen votar siempre lo mismo, pero sus opiniones no son demasiado coherentes. Ven las noticias de pasada y se informan de manera fragmentaria, cazando historias al vuelo en radio, televisión y redes sociales.
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Esta división es, en cierto modo, la base de la democracia representativa, un sistema político que permite a los votantes echar a dirigentes incompetentes sin requerir que presten demasiada atención. Es un buen sistema, pero requiere una cierta normalidad por parte de los representantes y líderes políticos. Tienen que ser personas más o menos creíbles, que, cuando hablan, sean tomadas en serio.
Donald Trump nunca ha sido esa clase de persona. Desde su irrupción en la escena política, allá por 2015, siempre ha sido alguien capaz de mentir sobre las tonterías más burdas, fanfarronear sobre logros inexistentes y prometer medidas contradictorias, a veces en un mismo discurso.
Para los votantes que siguen la política de cerca, Trump es un político exasperante. Se inventa cosas al azar, levanta polémicas absurdas y habla en grotescas generalidades. Interpretar su torrente de sandeces a menudo requiere un manual. A pesar de mentir constantemente, sin embargo, Trump suele ser explícito sobre sus planes, repitiendo orgulloso sus «ideas geniales».
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Para la mayoría de los votantes, mientras tanto, Trump a menudo aparenta ser un payaso que pone de los nervios a toda esa gente muy educada que le mira por encima del hombro. Aunque nadie puede negar que el hombre es un cretino, es alguien que habla de forma directa, sin artificios ni jerga condescendiente. Como habla tanto y dice tantas cosas, es fácil acabar escuchando solo aquello que te gusta de Trump (las promesas sobre inflación, crecimiento económico y deportar criminales) y tomarse el resto como provocaciones para irritar a esas élites que siempre te han ignorado. Más que un político, es una prueba de Rorschach en la que muchos votantes proyectaban lo que querían ver.
Esta disonancia, por supuesto, nunca ha sido sostenible para ningún gobernante. Durante su primer mandato, Trump no tardó en convertirse en un político increíblemente impopular, hasta acabar perdiendo las elecciones de 2020. Aunque en años posteriores el presidente fue capaz de vender una nostalgia impostada hacia los viejos buenos tiempos de antes de la pandemia, antes de la inflación de 2021 y 2022, al volver al cargo, Trump no ha tardado en recordar a los votantes por qué generaba rechazo. Y lo ha hecho, básicamente, cumpliendo muchas de esas promesas que hizo durante la campaña y que nadie se tomaba en serio.
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Pongamos, por ejemplo, los aranceles. Trump siempre ha estado completamente obsesionado con la idea de gravar las importaciones y utilizarlas como una herramienta de política exterior. A pesar de insistir en ello una y otra vez durante la campaña, muchos votantes (e inversores en Wall Street) asumieron que no estaba hablando en serio y ahora andan sorprendidos de que se dedique a destruir el sistema de alianzas y comercio que ha definido el país durante décadas. Trump también prometió dar rienda suelta a su principal donante, Elon Musk, para que «reformara» el Gobierno federal. Sus aliados pusieron por escrito en letras bien grandes que iban a desmantelar el Departamento de Educación, despedir a miles de funcionarios y destrozar universidades, reguladores y todo lo que les molestara. Y eso es exactamente lo que están haciendo.
Menos de dos meses después, los sondeos empiezan a reflejar esta sorpresa. Trump siempre había tenido la reputación de ser un patán, pero de gestionar bien la economía. Con los mercados financieros en caída libre, súbitamente aterrados ante una guerra comercial y rumores de recesión, la confianza de los consumidores se ha resentido de inmediato. Esta semana, varios sondeos colocaban la aprobación de Trump en asuntos económicos en mínimos históricos, incluso por debajo de los peores días de la pandemia. Para empeorar aún más las cosas, el presidente está hablando alegremente sobre «dolor a corto plazo» antes de que los aranceles empiecen a funcionar.
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El segundo problema para Trump se llama Elon Musk. Aunque el hombre más rico de la Tierra (por ahora) hizo campaña a favor de Trump, la mayoría del electorado no creía que fuera a acabar como una especie de primer ministro con la misión de desmantelar servicios públicos. Musk es increíblemente impopular; en sondeos recientes, apenas un tercio de los estadounidenses tiene una opinión favorable sobre su persona. Casi dos tercios de los votantes están preocupados de que esté eliminando programas esenciales para el funcionamiento del país.
Trump nunca ha sido un dirigente o candidato querido. Las elecciones de 2024 las ganó por un punto y medio, con la inestimable colaboración de un Partido Demócrata que se las arregló para presentar dos candidatos espantosos en un mismo ciclo. Su principal talento como político siempre ha sido armar el ruido suficiente para motivar a votantes despistados. Una vez en el poder, sus ideas económicas estrafalarias, su nula disciplina y su incompetencia acaban por alienar a una mayoría de electores. Una recesión, de confirmarse, no haría más que empeorar las cosas.
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La impopularidad de Trump, sin embargo, hará poco por detenerlo. Sin (teórica) posibilidad de reelección y con las legislativas a casi dos años de distancia, tenemos por delante meses de algaradas, política económica errática y votantes sorprendidos al descubrir que Trump estaba hablando en serio.
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