Es todo mucho más sencillo de lo que puede parecer. Las jugadoras de la selección española de fútbol han dicho basta armadas de argumentos y de razones y empoderadas por el título de campeonas del mundo, conscientes del valor y de la trascendencia que su ... determinación puede tener en la lucha por la igualdad real. Son muchas las voces que han empezado a criticar el empecinamiento de las internacionales, demostrando así que todavía hay muchos hombres, y también algunas mujeres, a los que les cuesta ver y aceptar la realidad, que no es otra que la condescendencia, el desdén y el paternalismo –tres características del machismo más retrógrado– con el que se trata a las deportistas y, en concreto, con el que habrán tratado tradicionalmente a las futbolistas españolas.
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Es así de fácil, no estamos hablando de grandes escándalos, sino de una actitud enraizada, latente, en las estructuras machirulas de la Federación Española de Fútbol, que durante años habrán despreciado con sus decisiones y comentarios a los equipos femeninos, poniendo permanentemente obstáculos invisibles entre la sorna y el menosprecio de una pandilla de machos alfa capaces de agarrarse los huevos en un palco para celebrar un título mundial. Es esa terrible sensación de que lo que tienen o lo que reciben no es por sus méritos sino como un favor benevolente por ser mujeres. Todo queda dicho.
Porque para las mujeres deportistas no hay mayor dolor que esa permanente humillación silenciosa y esa constante y absurda comparación con los deportistas hombres. Por eso han dicho 'se acabó', para desprenderse de tanta naftalina machista.
Hay hombres empecinados en comparar el fútbol femenino con el masculino o el baloncesto, el tenis o cualquier otro deporte. Y eso es completamente irrelevante. Sería como contraponer la literatura femenina con la masculina o la música, la danza, el arte o cualquier actividad que realicen un hombre y una mujer.
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Pues claro que hay diferencias físicas, como las hay en el atletismo, la natación o la gimnasia deportiva, pero refugiarse en esas diferencias no es más que uno de los últimos reductos de aquellos empeñados en mantener las desigualdades históricas y culturales, incrustadas en los cerebros masculinos atrincherados en su machito. El fútbol, el baloncesto, el waterpolo, el golf o cualquier deporte es bonito y atractivo independientemente de que lo practiquen los hombres o las mujeres.
Otro de los argumento es que el deporte masculino genera más ingresos e interés, lo cual resulta evidente teniendo en cuenta, entre otras muchas cosas, que desde el comienzo del deporte moderno ha sido el hombre el que ha recibido apoyo, respaldo e ingresos y a las mujeres se les ha negado hasta hace poco incluso la práctica de muchas disciplinas. Si el deporte practicado por mujeres recibiera el mismo apoyo que el de los hombres harían falta pocos años para que cambiasen las cosas. Por eso no se entiende que desde las instituciones públicas se fomente esa desigualdad con un mayor apoyo económico a los equipos de hombres que a los de las mujeres. Al igual que ha ocurrido en la política con las listas cremallera, el deporte femenino también necesita una discriminación positiva para saldar una deuda histórica y cultural. Y así, otro gallo cantaría. Que se lo pregunten por ejemplo a las guerreras del Costa del Sol de balonmano, capaces de conquistar títulos en cuanto han tenido un poco de respaldo económico, por cierto, infinitamente menor del que reciben, por ejemplo, el Málaga C. F. o el Unicaja.
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Allá por los años 90 el que suscribe era entrenador de un equipo de baloncesto femenino que desde el colegio de la Asunción se ganó en dos ocasiones el derecho a jugar en la máxima categoría –lo que la Liga ACB es en el basket masculino–, lo que significó un hito sin precedentes en el deporte malagueño. Pero en esas dos ocasiones hubo que renunciar al ascenso por falta de recursos y apoyo económico. Lo que más dolió a todas las jugadoras entonces no fue tener que renunciar a jugar en la élite, algo que fue muy duro, sino la indiferencia de las instituciones públicas de entonces y la falta de reconocimiento y respeto de los entonces directivos y responsables técnicos del Unicaja –algunos aún en activo– que consideraban que aquello que hacían esas chicas no era baloncesto de verdad. Como suena.
Y viene a cuento esta historia para intentar explicar el machismo y la desigualdad silenciosa arraigada, como en otras disciplinas, en el deporte. Por eso tiene tanto valor la actitud de las campeonas del mundo de fútbol, porque existe la oportunidad de romper barreras estructurales y culturales, que son las más difíciles de derribar. Y ellas lo han dicho: «No hemos pedido ningún despido». Lo que ocurre es que ni la Federación Española de Fútbol ni el Consejo Superior de Deportes ni el propio Gobierno alcanzan a entender lo que de verdad está pasando y piensan que todo se arregla si ruedan algunas cabezas. Creen que con esos despidos está todo arreglado y no es así, lo que demuestra que ni siquiera se han parado a pensar el porqué de todo esto. Lo que las jugadoras reclaman es, simplemente, igualdad. Igualdad de derechos, de oportunidades, de medios, de reconocimiento. Lo demás llegará más pronto que tarde.
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Porque lo más complejo de todo esto es entrar en las cabezas de todas esas personas que siguen sin verlo, sin aceptar que el mundo ha cambiado, sin percibir todas esas desigualdades, algunas imperceptibles, que día a día, lastran a la mujer. Porque la igualdad de oportunidades significa que hombres y mujeres circulen por la misma carretera y no, como ocurre ahora, que los hombres conduzcan por una autopista y las mujeres por una carretera comarcal llena de curvas y obstáculos.
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