En estas fechas tan señaladas me veo en la obligación moral de salir en defensa de los cuñados, insólitas víctimas de una campaña de difamación y risitas que roza ya el apartheid. Son los cuñados las nuevas suegras y me temo que, de seguir deslizándonos ... por esta pendiente integrista, acabaremos expulsándolos de España y condenándolos a la diáspora de los pueblos malditos, como ya hicimos hace unos siglos con los judíos, los moriscos y los jesuitas.

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En los ataques a los cuñados no solo hay una vocación inquisidora y un entendimiento muy deficiente de las relaciones familiares, sino también una irritante falta de autocrítica. ¡Todos somos los cuñados de alguien y en bastantes casos hemos ejercido ese cuñadismo tópico de eslóganes memorizados y lecturas regurgitadas! Sin embargo, en las redes sociales parece triunfar el viejo lema de Sartre: los cuñados son los demás.

Incluso he leído en periódicos serios instrucciones para defenderse en las cenas navideñas de los argumentos cuñadistas, lo que en el fondo revela la baja opinión que tienen esos medios de sus lectores, que necesitan guionistas para no naufragar lamentablemente en las discusiones. ¡No! A los langostinos, al vino tinto, al calentamiento global y al caso Begoña hay que enfrentarse a cuerpo gentil, sin acogerse a sagrado, dispuestos a caer derrotados, exangües y medio borrachos, sobre la mantelería de hilo. Tampoco vamos a arreglar el mundo en Nochebuena y, en mi caso, debo confesarles con algo de vergüenza que, en estas celebraciones, prefiero tener al lado a un terraplanista graciosete y algo chiflado que a un tipo severo que se pase la noche dándome la chapa con el hielo del Ártico.

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