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VIOLETA NIEBLA
Lunes, 10 de febrero 2025, 01:00
El otro día me pasó Paula una noticia sobre la posibilidad de que el impacto de un asteroide sobre la Tierra en 2032 podría provocar un invierno de cuatro años. Cuatro años en los que el cielo quedaría cubierto por un velo de polvo y ... ceniza, la temperatura caería en picado y los días se volverían irreconocibles. Me lo imaginé como un intermedio forzado, un paréntesis impuesto por el azar. El mundo entero entrando en un letargo del que no sabría si despertaría. Y sin embargo, la noticia me llevó rápidamente a otra imagen: la de un invierno distinto, más sutil, pero igual de implacable.
Para mí, pese a las altas temperaturas, y el disfraz de verano eterno, ese invierno largo ya ha empezado. El mundo se está enfriando de otras maneras. Las costas vigiladas, las vallas más altas, las ciudades reducidas a escombros. Hablo de ese otro hielo que crece en los corazones. Pienso en los aeropuertos y en su manera de clasificar a las personas según el lugar donde nacieron. Pienso en la gente que se ahoga intentando cruzar un mar que los rechaza. Pienso en las franquicias, en los alquileres, en las hipotecas. En todo lo que se endurece, en lo que expulsa, en lo que congela.
Siempre imaginé el fin del mundo en llamas. Con esto se cae mi teoría. Pero la idea de cuatro años de invierno me da esperanza. Como una tregua, como si el planeta pidiera tiempo muerto. Un descanso impuesto, un respiro involuntario. Calles vacías, ventanas empañadas, un silencio muy largo. Me gusta imaginar que en ese gap podríamos pensarnos mejor, que el frío serviría para reescribir algunas partes.
La noticia decía que las probabilidades eran bajas, que la NASA tenía tiempo para intervenir. Me tranquilizó por un segundo y luego me dio igual. Si el azar decidiera que la humanidad terminara en una tormenta de hielo, ¿qué se podría hacer? Al menos sería un final cinematográfico, sin un culpable al que señalar. No harían falta excusas, ni comisiones de investigación, ni discursos políticos intentando disfrazar el desastre. Pero no hace falta un asteroide para llevarnos al colapso: nos basta con nuestras propias decisiones. No hay roca espacial que iguale el daño que ya hemos hecho con nuestras manos.
Pero si el impacto llegara, la geopolítica se volvería todavía más absurda. ¿Cómo negar la entrada a alguien cuando todo es territorio hostil? Imagino a los gobiernos dibujando nuevas fronteras en el hielo, decidiendo qué cuerpos pueden moverse y cuáles deben quedarse quietos. Pasaportes de nieve, permisos de residencia temporales en refugios subterráneos. Como si hubiera alguna lógica en repartir el frío. Como si el desastre respetara los límites de un mapa. Como decía Salva Reina en su discurso de agradecimiento recogiendo el Goya al mejor actor de reparto: ningún cuerpo es ilegal. Y yo añado, ni los humanos, ni los animales, ni los asteroides. Todos somos dignos de impactar en cualquier parte del planeta Tierra.
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