Salir de los lugares que se suelen frecuentar, encontrarse y ver a otros, escuchar, hablar, observar. Dejar el coche y caminar, callejear, perderse por los barrios. Por ésos que muchas veces dan malas noticias. O por aquéllos a los que sólo se presta atención cuando ... dan malas noticias. Ver de primera mano. Ser testigos de las vidas de los vecinos. Pero no sólo de los de la puerta de al lado o de quienes han nacido aquí y sus rasgos reflejan los nuestros como un espejo. No únicamente de quienes sentimos como nuestros semejantes porque desarrollan sus vidas en pisos con los mismos metros cuadrados, tienen trabajos parecidos a los nuestros, un salario equivalente, el mismo tipo de familias, aficiones parejas, costumbres idénticas o la misma manera de pasar las vacaciones. Ir a otro bar que no sea el de abajo. Hablar con otros que no sean aquéllos que nos acompañan siempre en el desayuno o en el café antes de volver al tajo. Encontrarse con los distintos. O con quienes a priori pensamos que son diferentes por su origen, su forma de vida o lo que ingresan cada mes.
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Todo esto es, en versión interpretada, libre y extendida, lo que propone el nuevo director de Cáritas Diocesana de Málaga, José Miguel Santos; en una entrevista publicada en SUR hace unas semanas reflexiona sobre algo muy interesante: sugiere que lo mejor contra titulares excesivos, bulos que circulan por WhatsApp o los exabruptos de barra de bar es conversar con la gente, encontrarse con ella. ¿Qué vienen a hacer aquí los inmigrantes? Pues hablemos con ellos. Que nos lo cuenten. No en abstracto; personas concretas: quien cuida a nuestros niños y mayores, quien pone los ladrillos de las nuevas construcciones, quien trabaja en el PTA, quien ha pedido asilo en nuestro país porque el suyo está en guerra o no disfruta de las libertades de los Estados democráticos... A ver qué comentan los malagueños de adopción que sostienen en gran medida la demografía y la bonanza económica de esta tierra. O contrastemos el cliché «qué peligroso es ese barrio» o el estigma que pesa sobre sus vecinos. Vayamos. A ver si es tan fiero el león como lo pintan...
Entablar conversación, encontrarse con otros, humaniza –en el sentido de que convierte en humanos, en personas, en verdaderos semejantes– a quienes se ha etiquetado con un epíteto u otro, a quienes se ha encerrado en un retrato conformado por prejuicios. No es lo mismo hablar de inmigrantes en abstracto, de personas sin papeles y sin conocer sus nombres y apellidos, que escuchar sus historias contadas con su voz, mirarles a los ojos y compadecerse –padecer sus sufrimientos con ellos–. No es igual hablar de un barrio en general sin haberlo pisado que pasarse un día por allí a tomarse el café o interesarse por ese compañero de trabajo o por quien nos pone la caña o nos vende la fruta que sabemos que viven por allí.
La conversación es un pegamento social y una cura contra los prejuicios. Pero requiere, idealmente, ir desde el principio con «ojos limpios» –en frase del querido profesor Pedro Sorela– sin ideas preconcebidas. Porque es el mejor modo de ver y escuchar a los demás. De lo contrario, siempre estaremos más pendientes de ratificar nuestros esquemas mentales que de cambiarlos por lo que la realidad, la verdad verdadera, nos ofrece.
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Éste no es sólo un trabajo de los habitantes de Málaga –y de todo mundo– es tarea imprescindible también del periodismo. «Dar noticias y contar historias –de la gente– ha sido siempre la misión de un periódico», reitera un compañero de SUR. Este oficio de informar y narrar debe invitar a ese encuentro ciudadano al que apelaba Santos derribando –y no creando– estereotipos y evitando engordar o exagerar problemas sociales reales que nadie niega que existan. Porque para curarlos lo último que se necesita es fomentar la disolución social.
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