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Escribo esta columna confinado con mi familia en casa (salvo las inevitables salidas para mantener la despensa y para el cuidado de un familiar dependiente). Como otros ciudadanos, la naturaleza de mi profesión me permite el teletrabajo (en mi caso, las clases y las tutorías a mis alumnos de la Facultad de Derecho). Mentiría como un bellaco si les dijera que lo llevo bien; salvo por motivos de enfermedad, nunca me he pasado tanto tiempo encerrado, pero la situación se compensa pasando más tiempo con los míos. Todos conocemos las medidas que tenemos que cumplir y además contamos con medios y tiempo de sobra para informarnos y asumir nuestro papel esencial e insustituible, ya que paliar la cadena de contagios depende sobre todo de nuestros actos y omisiones personales. Cada actuación ajustada a las instrucciones de las autoridades sanitarias puede salvar vidas, cada irresponsabilidad temeraria puede matar a un semejante (si su cuerpo no resiste al virus).
Estos días aplaudimos la entrega de las mujeres y los hombres que en sus variadas ocupaciones están trabajando para que esta pesadilla sea lo menos lesiva para sus conciudadanos, arriesgando su salud y apartando sus miedos. Se merecen toda nuestra admiración y sobre todo nuestra responsabilidad para no incrementar de forma innecesaria su difícil tarea. Pero el coronavirus no tiene la culpa de todo, hay personas que no pueden hacer teletrabajo porque no tienen trabajo, hay ancianos que mueren solos porque llevan años abandonados en sus casas. Esta crisis sanitaria ha puesto de manifiesto nuestra cuota de miserias como sociedad y que los paladines del libre mercado desbocado no tienen razón. ¿Qué hubiera pasado si ante esta pandemia no contáramos con servicios públicos para plantarle cara? Este virus ha transformado a muchos forofos neoliberales en convencidos partidarios de la intervención pública, conversión que espero que mantengan cuando sean necesarias medidas de equidad social para afrontar la crisis económica que seguro llegará.
De esta vamos a salir casi todos, pero ya tenemos que llorar a los que la enfermedad se ha llevado por delante. Aprendamos que los humanos somos de cristal, y que nuestra supervivencia como especie depende de la fraternidad como razón básica de nuestra existencia.
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