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La verdad es que durante toda la vida cada sociedad ha impuesto estilos, tópicos y prioridades. Aquello del imaginario colectivo era todo un código que solía imponer estéticas, ideas y rumores. También siempre -hay que decirlo- ha habido disidentes o discrepantes, quizá pasaron por raros o hasta extravagantes, pero hasta los más convencionales solían saber que estos minoritarios veían todas o algunas cosas a su modo y se les daba cierto margen. Hoy día aquellas pequeñas comunidades han conectado como nunca con el resto, son las comunicaciones y, aún más allá, las redes sociales. A este momento quizá haya que sumar el estado psicológico de la humanidad, puede que inflamada de soberbia, ha ocurrido más veces.
Es posible que la sociedad se sienta hoy más empoderada, las nuevas tecnologías, la electrónica dando un servicio realmente logrado, así como el convencimiento de haber dado en la tecla de la meteorología, el efecto invernadero y el paquete de medidas para revertirlo o moderarlo. No digamos el reciclaje. Todo ello parece haber creado mayor seguridad, una sensación de certeza que lleva a las mayorías a ser menos tolerantes con el error contumaz, con los negacionismos o con los discrepantes. Hoy la voz cantante no está por la labor de soportar a quienes niegan o se oponen a la corriente de pensamiento instalada, lo correcto no puede esperar y afear su conducta a los infractores es no sólo una acción casi masiva, sino algo tomado por necesario.
En esta dinámica, realmente chispeante y no exenta de pasión, la falsa agresión homófoba de calle Malasaña en Madrid ha pillado a todos vociferantes y preparados para rebelarse contra estas violencias, no sólo criminales sino organizadas, sistémicas y con pasamontañas. Se habían hecho discursos realmente reveladores, se habían señalado focos verbales de estos odios y preparado acciones, pero el suceso de referencia fue fingido. No se obtuvieron imágenes de las cámaras de la zona, eran horas extrañas, se había descrito que los delincuentes iban ataviados con sudadera y pasamontañas... Era un asalto raro en una época realmente calurosa, un número de atacantes llamativo, ocho depredadores a las cinco de la tarde abrigados y violentos, aunque con cierto cuidado sádico para escribir con navaja su insulto. El presidente del Gobierno expresamente conmovido por el hecho, el ministro Marlaska desplegando su actividad y su palabra por doquier, convocadas manifestaciones de repulsa y los medios de comunicación dando mensajes de tolerancia y respeto por las libertades públicas conculcadas. Se dijo que estábamos ante una auténtica oleada de ataques de homofobia. Pero la agresión de Malasaña nunca se produjo y, aunque ello no quita que haya habido otros sucesos de éste o parecido tenor, el fiasco ha sido grande, pues la gota que pareció colmar el vaso nunca ocurrió. Habrá otros hechos, habrá violencias, intolerancias y atropellos a la libertad de los demás, pero quizá hayamos podido aprender que no estamos ante una oleada y que no somos el país más intolerante del mundo. Quizá, sólo quizá, la acción de adjudicar discursos de odio llevaba inmerso el odio en sentido contrario. Defender la libertad puede hacerse mejor.
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