Los tiempos que nos han tocado vivir son estos, y las cosas, aun pudiendo salir de otra manera, salieron así. Tiempos tan sombríos como las ... casas donde el sol no entra, con esa cosa metálica de que se mete en el hueco que hay entre el pecho y el alma y nos aprisiona como con hielo. Ahora oscurece donde nunca debió hacerlo, las cifras son las cifras y la calle se vacía a una hora inopinada. La rutina vuelve a ser la ventana y, entonces, el malagueño sabe que es una criatura de espacios libres, y teme que le vuelvan a robar otra primavera.
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Es verdad que sólo nos queda ya la esperanza, y que cuando menos lo pensemos vendrá el sol picajoso de febrero que no mata al virus, pero tampoco le pone una alfombra para que nos mate. Es verdad también que la resiliencia que tanto nos dice Narciso, aquí, en el Edén, es más bien una forma de vida.
Hay quien ahora, en plena curva disparada, saca el espantajo de una proclama a favor de la Málaga chata: siempre ha habido, desde los negacionistas, quienes se han opuesto al progreso. Yo lo que sé es que cuando más negro está, antes amanece. Y en ese amanecer habrá que pensar a lo alto y tirar del sur de España, de España entera, que cuando ande inmunizada estará medio gagá y será nuestra responsabilidad colaborar a que no nos vayamos por el desfiladero.
Nos dijeron, después del secuestro civil, algo de una moral de victoria. Nosotros, con precaución, fuimos a por churros a Casa Aranda, en la playa del Dedo buscábamos los sitios mejor ventilados y vimos las montañas de África el día de Navidad. Tampoco fue una Navidad por encima de nuestras posibilidades, sino una cosa distópica y demasiado fría.
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Así hemos llegado a donde estamos ahora. A este nerviosismo verde de horas enlagunadas, antidepresivos, miedo y unos rezos milagreros a la ciencia en general y a la industria farmacéutica en particular. Volvemos al túnel, a la soledad de las casas, al coñac de los bares que vuelven a cerrar, o abrir a media asta. Al miedo y al asco. Pero ahí quedan los recuerdos del último y del penúltimo verano; los amigos a los que veremos con mascarilla. Las playas que se abrirán más pronto que tarde, y las noches tibias de junio cuando quizá ya haya pasado todo.
Hasta entonces sólo queda la resignación constructiva de lanzar una babucha al televisor cuando Simón y demás nos vengan con cara de duda a contarnos cuentos chinos. Se nos está poniendo a prueba, y desfondados cruzaremos el puerto de montaña. A pesar de la incertidumbre, de que al arribafirmante le hayan robado la bicicleta en sus narices, somos invencibles.
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