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Ángel Rodríguez
Domingo, 30 de marzo 2025, 01:00
Nuestra segunda república eligió un mal momento para proclamar solemnemente en su Constitución que renunciaba a la guerra: pronto aprendió que el problema aparece cuando ... son otros los que no renuncian a guerrear contra ti, y, desde luego, lamentó que, emulando esa proclamación, las democracias europeas renunciaran a apoyar su propio esfuerzo bélico en defensa de la legalidad republicana cuando estalló la guerra civil. Cuando se redactó nuestra Constitución actual estábamos muy lejos del pacifismo constitucional que había nacido de las cenizas de aquella gran guerra a las que inconscientemente («sonámbulos», dijo uno de los que mejor la han historiado) nos llevaron los dirigentes de la época. Pocos auguraban a su término que aquellos años iban a bautizarse más tarde como de «entreguerras», porque otra guerra mundial, la segunda, iba a causar tantos estragos como la primera. Pero la Constitución de 1978 también se benefició del clima antibelicista que impregnaba la sociedad española, en este caso en referencia a la guerra civil, finalizada cuarenta años antes, pero cuyo recuerdo había sido permanentemente avivado por el franquismo como fuente directa de la legitimidad de la dictadura. A pesar que de uno de los objetivos de la Constitución fue poner todos los medios para que nunca más pudiera repetirse una guerra, las referencias en el texto constitucional son escasas y, desde luego, no hay una declaración tan contundente como en la Constitución de 1931.
Aparte de la intención de colaborar en unas relaciones pacíficas con todos los pueblos de la Tierra a la que alude el preámbulo, la Constitución solo se refiere expresamente a la guerra para excepcionar los «tiempos de guerra» de la abolición de la pena de muerte y para atribuir al jefe del Estado la competencia para «declarar la guerra y hacer la paz». Con el tiempo, ambas disposiciones han llegado a ser obsoletas: nuestra pertenencia a la Unión Europea nos exige abolir la pena de muerte sin ningún tipo de condiciones y hace tiempo que nuestras fuerzas armadas participan en guerras que empiezan sin necesidad de que España las haya declarado y concluyen sin que firmemos tratado de paz alguno.
Al igual que muchos de los que acabaron presenciando las dos anteriores, no creo que estemos abocados a una guerra mundial. Pero, si estallara, nuestro Gobierno y nuestras Cortes Generales tendrán que actuar sin normas constitucionales que impongan de manera clara y expresa las directrices. Por supuesto que, en esto, como en todo, existen límites a la actuación de los poderes públicos, pero la ausencia de normas constitucionales que regulen directamente cómo tendrían que comportarse hace que esos límites descansen sobre todo en las leyes y en los tratados internacionales.
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