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Estos tiempos son nuevos -los que vienen siempre lo son- y no conocemos el futuro. Nos enfrentamos al desafío desconocido de lo que vendrá pertrechados con nuestra historia y nuestra democracia, con espíritu de convivencia, tolerancia y paz y con el irrenunciable objetivo de prosperar ... con justicia e igualdad. La credencial es la Constitución de 1978, el auténtico certificado de partida para desarrollar nuestros legítimos deseos de alcanzar y seguir la senda de la felicidad de la nación.
La Constitución ha sido ampliamente celebrada durante estos cuarenta y tres años y sobre la tarima que significa su contenido y letra España ha transitado, dialogado y ejercido como nación desde el último cuarto del siglo pasado hasta aquí. Una Constitución no es nada si el consenso y la implicación nacional no la apuntalan, prueba de ello fue la respuesta inmediata y certera ante el intento de golpe de Estado de 1981, de 23 de febrero. Más allá del papel determinante del Rey para desmontar la asonada, la respuesta de los españoles de apoyo, respaldo y rechazo del golpe fue general, activa y eficaz, para dejar aquello en un burdo y desagradable intento. Si el espíritu constitucional no hubiera respondido en ese momento al deseo y convencimiento de la nación, el pueblo no se habría impuesto sobre la intolerable osadía de los definitivamente equivocados golpistas. Ese músculo no se consiguió en sólo unos años, era claramente el fruto elaborado de muchos más en la conciencia de una sociedad que ansiaba decididamente la democracia y estaba dispuesta a arriesgar por este objetivo desde todas las ideologías y todos los puntos de España.
Fue el espíritu del 78, no el régimen de aquel año. El 'régimen' feneció definitivamente con la Constitución. Por eso aquellos que buscan minimizar el esfuerzo, el acuerdo y la activa implicación social e institucional de modo integral para lograr el objetivo yerran de forma estruendosa. Igualmente adjudicar a las circunstancias de aquellos instantes condicionantes negativos para asentir es otro gran error, porque lo que hubo fue la cesión de unos y otros para llegar al encuentro, sin la imposición de nada ni de nadie sobre lo verdaderamente querido. Fue el compromiso de los que quisieron convivir en paz con unas reglas comunes que todos podían aceptar, recogiendo los anhelos autonómicos e institucionales de aquellos que los pusieron sobre la mesa para negociar, sin verdades absolutas y con todo el entramado institucional abierto en canal para poderlo pactar en contenido y forma. Es muy fácil, desde el voluntario desconocimiento, desairar aquel inmenso y prolífico esfuerzo, aquel auténtico hito, para traer el fantasma de la sesgada verdad. Porque la verdad es el conjunto de las verdades, no la fe ciega en una causa hostil contra el resto, que tiene vocación de extirpar la disidencia. No basta con descalificar al adversario, a su impronta, su ideología o a su ser para llevar razón e imponer el camino, la democracia consiste en no tolerar más supremacía que sus reglas y los votos. Constitución de 1978, la etiqueta de lujo de la democracia española.
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