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El codo parlante

El 'codo parlante' tiene el monopolio absoluto de la voz humana en el entorno del orador y sus víctimas

Domingo, 22 de septiembre 2019, 10:11

Aunque no tengo muy claro de donde viene eso de «habla por los codos», sí tengo el olfato entrenado para vislumbrar las acometidas del depredador del oído que acecha a la caza de una criatura indefensa a la que, como dice la frase, si es menester, le coge del codo para que no huya con la excusa de las prisas (siendo moralmente admisible apelar a las mismas, aunque sean inventadas: legítima defensa). Don Ibrahim Ostolaza y Bofarull (personaje de la novela 'La Colmena', de Camilo José Cela), ensayaba su discurso de ingreso en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia ante el espejo de su propia habitación, soñando con un auditorio entusiasmado por su verbo cálido y retórica de tribuno romano. En la adaptación de Mario Camus al cine, don Ibrahim es interpretado por Luis Escobar (ese genio de la comedia que tenía cara de título nobiliario), y el discurso se lo suelta a un grupo de poetas hambrientos que le jalean en el parloteo, con la esperanza de que les pague un café con leche. El 'codo parlante' no te invita ni a café, y es infatigable en su tarea terrenal básica: deleitarnos con su discurso de oficio (y a no instancia de parte), firme, monolítico y reiterado, llueva, truene o se produzca en ese momento un terremoto. No hablo de los aficionados a la tertulia, entre los que me encuentro, ya que en este caso hay reciprocidad e incluso cambiar de tema no se considera delito de alta traición. No, el perfil del 'codo parlante' implica el monopolio absoluto de la voz humana en el entorno del orador y sus víctimas (casi siempre compañeros y a veces incluso, contra toda lógica, amigos). Pone la mirada fija en un punto, arranca el rollo y con inmisericorde indiferencia a las caras de desesperación, permanece ajeno a cualquier intento de meter baza, cambiar de tema o que se escuche sonido distinto al producido por su poderosa lengua. En definitiva, un monólogo constante que en el fondo busca lo mismo que Don Ibrahim: signos evidentes de asentimiento y aprobación ('bravo', 'bravo'), y cuya omisión por los damnificados es la única señal de rebeldía en el día de autos (bueno, sin perjuicio de juramentarse para cambiar el lugar del desayuno).

Hay ocasiones en las que la única oportunidad de convertir ese potro de tortura en un diálogo pasa por aprovechar la necesidad biológica de respirar por parte del charlatán, pero éste, imbatible en estas lides, ha perfeccionado una depurada técnica pulmonar que impide cualquier tregua humanitaria. Cuando la fatalidad hace que el pasillo, el desayuno o la calle propicie un encuentro indeseado con estos oradores machacones, la estrategia pasa por mirar con rapidez si hay escapatoria (una calle, un portal, el servicio o competir con las estatuas). Por desgracia, hay ocasiones en las que, rodeado, solo cabe la rendición incondicional y rezar para que la afonía del agresor se alíe con los derechos humanos.

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