![Carta del Director: Ciudades imposibles](https://s3.ppllstatics.com/diariosur/www/multimedia/202209/17/media/web_Sur_9-septiembre-18.jpg)
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No se puede contentar a todo el mundo. Esta afirmación, que puede parecer un perogrullada, habría que recordársela permanentemente a nuestros políticos municipales, tanto a los que desempeñan tareas de gobierno o como a los que están en la oposición. Y viene esto a cuento ... porque cada vez es más frecuente ver a alcaldes y concejales que se dejan influenciar por aquellos que ven un problema y critican cualquier proyecto, iniciativa o evento popular. Porque en estos tiempos de redes sociales prolifera esa especie de aguafista malasombra al que todo le parece mal y al que le gustaría una ciudad sin gente, sin ruido, sin terrazas, sin hoteles, sin turistas, sin coches, sin niños, sin ferias, sin Semana Santa, sin conciertos, sin eventos deportivos, etc. No dejaría de ser una anécdota, incluso cómica, salvo por el hecho de que hay políticos que se dejan arrastrar en la toma de decisiones.
Porque una cosa es ser sensible y actuar ante las quejas y protestas vecinales razonadas y otra trabajar según sople el viento de las críticas, aunque éstas sean de grupos muy minoritarios. Una de las tareas más complejas de cualquier gobierno es preservar el bien general frente al particular y afrontar las quejas de aquellos que se sienten legítimamente perjudicados, a los que hay que escuchar y, llegado el caso, compensar.
Nadie quiere una gasolinera, una isla de contenedores de basura o una planta depuradora en la puerta de su casa, pero es evidente que en algún sitio deben estar. Lo mismo ocurre con cualquier pueblo o barrio a la hora de asumir una prisión, un vertedero o un pantano en su término municipal. Son asuntos que generan tensiones lógicas que los gobernantes deben asumir y solucionar.
Ocurre que hay una generación de políticos que quieren quedar bien con todo el mundo y que tienen la piel tan extremadamente fina que no soportan la más mínima crítica. De la misma forma, hay ciudadanos que, más allá de la queja necesaria y saludable, están en un permanente estado de oposición a todo.
No se trata de demonizar a nadie, porque, por ejemplo, en el caso del ruido por las terrazas en los barrios todo el mundo tiene un poco de razón. Los vecinos cuyo descanso se ve comprometido, por supuesto, pero los empresarios, también. Y por ello hay que buscar soluciones equilibradas que, aunque no totalmente, satisfagan un poco a todas las partes. Porque, ¿podemos imaginarnos una ciudad sin terrazas ni bares? Si esas terrazas, por cierto, están llenas es porque a la gente le gusta. Incluso aquellos que alzan la voz contra ellas seguro que algún día se habrán tomado una cerveza en alguna de ellas. Es como quejarse del ruido de los aviones si uno decide irse a vivir al lado de un aeropuerto.
Los políticos tienen que aprender a convivir con la protesta y la queja ciudadana y mantener un criterio coherente que no siempre, por supuesto, contentará a todos. No sólo es positivo sino que puede ayudar a modular decisiones.
Si se hubieran atendido todas las protestas que circulan o han circulado por la ciudad, Málaga no sería hoy Málaga. Porque hubo quien se opuso a la peatonalización de calle Larios, al Metro, al Muelle Uno, al paseo marítimo de poniente, a los chiringuitos, al derribo del Silo y a tantos y tantos proyectos que hoy configuran esta capital. De la misma forma hay quien protesta por las incomodidades de las carreras populares, del paso de competiciones ciclistas, de los actos del Carnaval, de la Semana Santa, de la Feria, de los conciertos y festivales, de las luces de Navidad, de la llegada de cruceristas, del turismo y del ocio. No quiero ni imaginar cómo debe ser la vida de quien se opone a todo esto sin excepción. Porque haberlos haylos.
Es indudable que todo el mundo se puede sentir perjudicado en algún momento e, incluso, con razón. Y que hay tantos modelos de ciudad como ciudadanos viven en ella. Pero resulta evidente que compartimos un espacio de convivencia en el que hay que encontrar equilibrios dispuestos a ceder permanentemente. Todo no puede estar a nuestro gusto. Ni tampoco hay que escandalizarse por la existencia de un continuo e intenso debate en el que cada uno exprese su opinión, aunque ni la compartamos ni sea de nuestro gusto.
Lo que parece evidente es que Málaga gusta a los malagueños. Sería un error dejarse arrastrar por una corriente fatalista a la que todo, especialmente cuando se trata de algo popular y participativo, le parece un desastre. Málaga es una ciudad viva, dinámica y divertida. Y como dice Javier Recio, no hay nada más triste que una calle vacía. Pues eso.v
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