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ROBERTO LÓPEZ
Jueves, 6 de febrero 2025, 01:00
Niños que nacen con el alma iluminada, como el coronel Aureliano Buendía o como José Arcadio o como tantos otros. Niños bellos, evocadores, tocados por la mano de Dios. Niños que al crecer se convierten en bestias, en bárbaros, capaces de matar a su propia gente como pasó en Macondo. Niños que miran al rostro de las personas con una curiosidad sin asombro, una mirada de una intensidad extraordinaria.
Siempre que me preguntan digo que mi novela favorita es 'Cien años de Soledad', de Gabriel García Márquez. Lo sé, suena a tópico. La leí a los veinte y se quedó como un tatuaje o como una cicatriz. Ahora acabo de terminar la serie de Netflix y ni tan mal. Todo el mundo debería leer o, al menos, ver 'Cien años de Soledad' una vez en la vida. Aprender que la vida es don y maldición.
Pasan cosas estos días en el mundo que recuerdan tanto a 'Cien años de Soledad'. Vemos los informativos, leemos la prensa, la aparición de fantasmas..., y volvemos a la idea del tiempo cíclico, del realismo mágico -la «realidad imaginada» le llamaba Gabo-, de la miseria humana, el destino particular y la naturaleza universal. La historia que rima, que se parece tanto y que da tanto miedo. El eterno retorno de Nietzsche.
El mundo es Macondo y los niños han crecido con colas de cerdo. Niños convertidos en poderosos líderes mundiales que afilan sus garras, que sonríen altivos, que vacían países. Niños capaces de asustarnos con bombas atómicas y redes sociales hasta la revolución iliberal y la arcada. Tienen el poder en sus manos y lo aplastan como carne picada. Deciden, manipulan, se jactan, tan vulgares, tan locos de poder como Aureliano, como Arcadio, como tanto otros.
Dice el hombre del tiempo que se esperan chubascos: «una fina lluvia de flores amarillas», y señala un mapamundi del revés. Tradicionalmente, el amarillo es un símbolo de muerte y decadencia. En 'Cien Años de Soledad', la lluvia de flores amarillas representa esperanza. Esa es mi interpretación, mi ilusión, mi empuñadura. Cuentan que García Márquez siempre mantenía un ramo de rosas amarillas en su escritorio, como una fuente constante de inspiración, quizás de esperanza.
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