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Ésta es una carta desde Mánchester tras visitar su Museo de la Democracia o de la Historia del Pueblo, que de esas dos maneras se ... llama. Pero podría serlo desde Buenos Aires después de haber paseado por la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), ese lugar de tortura y detención que fue durante la dictadura y que se reconvirtió en espacio de memoria, proyecto quizás ahora en peligro con el Gobierno de Javier Milei. Estas líneas también se podrían haber escrito en Lisboa, a pocos pasos de la catedral, donde una antigua cárcel que operó en los años de Salazar ahora es un museo sobre las dictaduras que recorrieron el siglo XX portugués. O en las calles de Santiago de Chile, su Estadio Nacional, Villa Grimaldi, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en la plaza que rodea el Palacio de la Moneda... o tantos otros lugares que recuerdan en la ciudad lo que sucedió durante el pinochetismo. O quizás desde Núremberg, su tribunal que juzgó los crímenes nazis abierto al público o la mole que guarda cómo se gestó el holocausto. O también al sol en las antiguas plantaciones de algodón del sur de Estados Unidos que ahora están dedicadas a mostrar el sistema esclavista sobre el que se construyó la bonanza de la todavía primera potencia mundial -esperemos que Trump no meta mano en esa iniciativa como ya lo está haciendo en los museos para que cuenten una historia acomodada a su pacata visión de la vida-. O en un café de Budapest cercano a la Casa del Terror que cuenta las vidas húngaras bajo los totalitarismos que se sucedieron en el país. O en Praga y su museo del comunismo. O tras revivir la liberación de Roma por los partisanos en un espacio dedicado a este episodio a pocos metros del Coliseo. Y seguro que hay muchísimos más ejemplos.
Pero, decíamos, la misiva es desde Mánchester, otra ciudad en la que aflora aquello de lo que adolece todavía España; o en lo que avanza, como se ha sabido esta semana sobre el futuro de Cuelgamuros (ya no Valle de los Caídos), pero demasiado lentamente, a trompicones, con obstáculos siempre que salvar y que se resumen en uno: no hay una memoria democrática compartida, no hay un relato común basado en el trabajo de los historiadores sobre el pasado reciente de España.
Está cerca ese 1 de abril en que se cumplen 86 años de la victoria de los rebeldes en la Guerra Civil -por cierto que en Burgos, donde se declaró, sí hay un pequeño espacio que hace memoria de los hechos y a veces se hacen visitas guiadas por el Palacio de la Isla que popularmente se conoce como «de Franco» porque allí tuvo su primer gobierno el dictador y ahí se hospedaba después cuando visitaba la ciudad-. Dista un poco más ese 20 de noviembre en que se celebra el cincuentenario de la muerte del autócrata y tras esas dos generaciones pasadas desde este último acontecimiento y bastantes más desde el primero no hay espacio oficial, grande, de una dimensión a la altura de los hechos y su importancia, en que se narre a locales y visitantes qué pasó en la Guerra, la dictadura, la resistencia, la Transición, la democracia...
Fascinación y un poco de envidia se siente cuando se visita el Museo del Pueblo de Mánchester, que recorre la historia de la lucha por las libertades, por la democracia, del pueblo británico desde la matanza de Peterloo (1819) que segó vidas que sólo deseaban participación política y que retrata muy bien la película de Mike Leigh, hasta la actualidad, con la incorporación de la pelea por los derechos, la visibilidad y el reconocimiento de todas las identidades. La lucha primero por el voto masculino, la reivindicación de las sufragistas con Emmeline Pankhurst a la cabeza, la construcción de los sindicatos y sus movilizaciones y la de los partidos políticos con sus vicisitudes, el apoyo popular que saltaba fronteras porque hay referencias también a la defensa de la democracia española de los años 30 frente al pronunciamiento militar y a las Brigadas Internacionales, la eclosión de los movimientos sociales... Todo eso se cuenta. Y van escolares a trabajar con sus docentes y fichas que rellenar.
Mánchester es la ciudad pionera, el paradigma, de la Revolución Industrial. Y otro museo, el de la Ciencia y la Tecnología, lo recuerda, tanto sus éxitos, aquello en lo que fue vanguardia, como también sus fracasos, sus desequilibrios, desigualdades, abusos, el esclavismo en tierras de ultramar y la explotación y el hacinamiento de la población local en que descansaba la pujante industria textil. La penosa situación de la clase trabajadora de esta ciudad del norte de Inglaterra fue argumento de los escritos de Engels y causa de que aquí el sindicalismo se desarrollara pronto. Y parte de esa historia se atesora en la biblioteca del movimiento obrero de Salford, barrio del pintor L. S. Lowry y de Morrissey, de los Smiths, ambos con raíces muy obreras.
Preservar la historia, la memoria, el patrimonio -también el industrial, con una ciudad cada vez más de arquitectura de acero y cristal pero todavía con mucho ladrillo rojo- y que los espacios destinados a guardar todo eso estén vivos, abiertos a la sociedad y que también se revisen y nos ayuden a evaluarnos. Esto se hace incluso en galerías de pintura, en las que en carteles se avisa de que el tratamiento o la visión que ofrecen ciertas obras de arte no son aceptables vistas con los ojos del presente, sobre todo en lo que se refiere a las mujeres y a los estereotipos étnicos. Aunque llama la atención especialmente cómo se mide el glorioso pasado imperial, con qué mirada crítica: «En 1930 Reino Unido dominaba vastas áreas del globo: alrededor de setenta países estaban agresivamente controlados a través de invasión o colonización. Economías enteras y sus recursos eran forzadas a servir las necesidades y a las contaminantes industrias del Reino Unido. Todo esto se justificaba por el sentimiento británico de superioridad racial».
Éstos son ingredientes imprescindibles del progreso: contarnos, conocernos, evaluarnos, mirarnos (no unos a otros sino a nosotros mismos como sociedad) con piedad pero también con exigencia. Avanzar requiere reparar el pasado. Ello implica aceptar que algo se hizo mal. No siempre es fácil. Pero es lo que se necesita si queremos que nuestras sociedades, cada vez más diversas, estén cohesionadas y no se fracturen.
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