El ser humano tiene una extraordinaria capacidad de adaptación para superar las circunstancias más adversas. Es cierto que las sociedades se acostumbran muy rápido a las épocas de bienestar y bonanza, pero también asistimos a diario a ejemplos de cómo las personas se sobreponen a ... dificultades y situaciones extremas. Basta pensar en los refugiados, en las migraciones o en los conflictos bélicos para calibrar la resistencia de hombres, mujeres y niños. Indudablemente, estas experiencias dejan huellas imborrables para toda la vida y en varias generaciones.
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Sin dejar de vivir en entornos privilegiados, la pandemia por la Covid-19 nos ha puesto a los europeos ante una realidad imprevisible, con una inédita sensación de incapacidad para enfrentarnos al virus. Hay que reconocer la enorme dificultad para gestionar la guerra contra un enemigo invisible y letal, motivo por el cual los diferentes gobiernos han transmitido esa imagen de desconcierto y contradicción. Luchar contra la crisis sanitaria es muy difícil; enfrentarse a los efectos económicos ya parece imposible.
Pero hay que destacar el comportamiento ejemplar de la mayoría de los ciudadanos para asumir órdenes, leyes y restricciones que hace sólo un año nos habrían parecido imposibles en un entorno democrático como el de Europa. El confinamiento en los hogares, las limitaciones de movilidad y el toque de queda son medidas excepcionales que, no hay que olvidar, suponen un recorte de libertades de enorme calado. Los ciudadanos, conscientes de la peligrosidad y del riesgo del virus, confiando además en sus gobernantes, han acatado estas normas y han contribuido así a la lucha contra el virus.
Además, y esto es quizá lo que está provocando más desequilibrios, los gobiernos han tomado decisiones que afectan a la viabilidad económica de las personas y familias y que han supuesto, en muchos casos, el desempleo, el cierre de negocios y la ruina, además de un endeudamiento futuro muy alto cuyas consecuencias están aún por calibrar.
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Hay que imaginarse –muchos malagueños no necesitan hacerlo porque lo sufren en sus propias carnes– o ponerse en la situación de una persona que haya visto derrumbarse su modelo de subsistencia o el negocio al que dedicó toda su vida; que hoy por hoy no tenga ni horizonte ni porvenir cierto; que cada día que pase la situación sea dramáticamente peor. Esas personas también son afectados de la Covid: no están en la UCI pero están muy enfermos. Incluso, en algunos casos, la situación de desesperación y estrés puede llevarle a la muerte.
La gestión de los enfermos del virus es prioritaria, pero no debe ignorarse a los 'enfermos' económicos de la pandemia. Porque, hoy por hoy, en España las ayudas son insignificantes y los grandes anuncios no llegan. No hay que ignorar que los créditos ICO son directamente deudas que asumen autónomos y empresas, y que los ERTE no eliminan los costes de la Seguridad Social y salariales (según el caso) para los empleadores.
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Se da la circunstancia de que en esta crisis económica hay dos Españas: la que tiene asegurada su subsistencia y su salario y la que no. Imaginen un campo de prisioneros en el que la mitad tuviera garantizada la comida, el salario y la hacienda y la otra mitad viviera en una situación precaria sin sustento y con su dinero y sus propiedades confiscadas. Seguramente el análisis que los primeros harían sobre las condiciones de vida del campo de prisioneros no se parecería en nada a la opinión de los segundos. Pues eso mismo es lo que ocurre en la pandemia: todos la vivimos, pero no todos en las mismas circunstancias.
Así que la pandemia nos ha sumido a todos en un ambiente de miedo y desesperanza. Como ocurre cuando el ser humano percibe una situación de riesgo, parece que en estos tiempos los ciudadanos centramos toda nuestra atención y energía en las actividades esenciales para sobrevivir y desatendemos las que nos parecen menos importantes. Algún mecanismo desconocido para la mayoría está provocando que aumente considerablemente la tolerancia a la imposición de reglas y el recorte de libertades, sin buscar razones y motivos que la justifiquen. Si a ello unimos la desinformación y la disminución general de espíritu crítico, nos encontramos frente a un cóctel letal.
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Los ciudadanos españoles estamos asumiendo con una pasmosa naturalidad que nuestros gobernantes nos mientan, nos engañen y nos oculten cosas. Simplemente que un político no dijera la verdad –me martillea en la cabeza aquella frase de Rubalcaba en 2004: «Los españoles merecen un gobierno que no les mienta»– ya debería ser un escándalo de dimensiones colosales, pero aquí, en España, en estos tiempos, nos mienten a diario. La hemeroteca es un ejemplo vergonzante de la falta de palabra de los miembros del Gobierno de España, que han debido convencerse de que la mentira no paga ningún precio.
La ciudadanía está anestesiada frente a la mentira y ello debería hacernos reflexionar sobre las consecuencias. Porque cuando un Gobierno puede campar a sus anchas con absoluto desprecio del valor de la palabra las líneas rojas de la democracia y la libertad se difuminan.
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El último caso de los vuelos de inmigrantes desde Canarias a la Península es el ejemplo de la impunidad del Gobierno frente a la mentira. Lo grave no es que vengan inmigrantes –es lógico, razonable y humanitario–; lo grave es que mientan descaradamente. Y así con muchos otros ejemplos. Me pregunto qué dirán o qué pensarán cuando en casa su familia vea los mismos vídeos y las mismas mentiras que vemos y con las que nos indignamos los ciudadanos. Porque no hay justificación posible cuando se miente con reiteración, alevosía y despreocupación.
Más vale que pase pronto el efecto de la anestesia y empecemos a exigir a nuestros gobernantes el primer valor que se le enseña a un hijo: decir la verdad. Sin ella no hay dignidad posible.
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