Circula con insistencia en ciertos círculos irredentistas la idea de que hay pueblos en España que no son libres, o la queja adyacente y complementaria de que la españolidad supone una pesada carga que se convierte para ellos en una opresión. Hace pocos días podía oírse a un líder nacionalista formulando en tono lastimero el deseo de que el pueblo al que representa, con pretensión de exclusividad y de ejercer su portavocía legítima y única, acabara alcanzando algún día la ansiada libertad.
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Nos hemos habituado a oír una y otra vez estas fórmulas estereotipadas y quejumbrosas, que a partir del agravio, inerte y consuetudinario, terminan siendo, nuestra historia reciente lo demuestra, la puerta a algo más, casi siempre peor. Y no cabe duda de que hubo en el pasado regímenes y coyunturas que bien habrían podido justificar una queja tal, no sólo respecto de los pueblos elegidos o de sus adalides nacionalistas, sino del conjunto de los españoles, de todo credo, origen y condición.
Sin embargo, seamos serios, si uno mira a la España de hoy, no sólo no encontrará motivos para ese lamento, sino que es muy difícil escucharlo y no pensar de inmediato en la protesta de un adolescente hipersensible y malcriado. Es España uno de los países del mundo que menos peaje exige a sus nacionales por el hecho de serlo. Para empezar, tiene un himno sin letra, por lo que a nadie se importuna obligándole a memorizarla. Ni siquiera es preciso respetarlo cuando suena la música, que se puede pitar, abuchear y silbar a placer. A diferencia de otros muchos países, tampoco existe el deber de realizar el servicio militar, o en su defecto un servicio civil sustitutorio: de defender la patria y cuidar de los desfavorecidos ya se ocupan servidores públicos, no demasiado bien pagados, que asumen por cuenta de todos los riesgos y los sinsabores de dichas tareas. Por no ser necesario, ni siquiera lo es que el español de origen conozca la lengua oficial del Estado, que puede ser desdeñada, maltratada e incluso ignorada con displicencia olímpica desde instituciones que representan al propio Estado en el ámbito territorial.
A cambio de esa nula adhesión que se le exige a la causa nacional y común, compatible incluso con su ridiculización y menosprecio, al español se le ofrece uno de los mejores sistemas de salud pública del mundo, una educación pública mejorable pero universal y muy por encima de la media de lo que hay por ahí fuera y una sociedad mucho más segura y habitable que la de la inmensa mayoría de los países de la ONU, incluidos los que reclaman bastante más compromiso a sus nacionales.
No se trata, que nadie se engañe, de caer en el chovinismo o la fanfarria patriotera, pero no estaría mal que algunos dejaran de abusar de una vez de nuestra paciencia.
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