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Una sala blanca, no hay nada que hacer: el accidente ha sido mortal o la enfermedad ha sido fulminante. Aún no se le creen, el hijo, el padre, el hermano, el cónyuge se va para siempre, pero quedan decisiones que adoptar. Si el perfil del ser querido es adecuado, los médicos les preguntarán si quieren donar sus órganos. En España somos campeones, ya que el 85% de las familias aceptan donar los órganos de sus seres queridos fallecidos. Las cifras no ofrecen lugar a dudas: somos el país con los mejores resultados de todo el mundo en materia de donación y trasplante de órganos, y lo somos desde hace 27 años de forma ininterrumpida, aunque hay que mejorar en donaciones de tejidos, médula y sangre. En España nos sobran problemas, entre otros, un paro endémico y altas tasas de pobreza y exclusión social, todo eso es verdad y no hay que parar un minuto para combatirlos, pero tampoco se debe caer en el lamento, como diría Sabina, de la cofradía del santo reproche, ese masoquismo que a veces nos hace creernos peores de lo que somos. Con naturalidad (aunque sin resignación), hay que reconocer nuestros defectos como nación, y con la misma aptitud, hay que dejar constancia, sin chauvinismo alguno, que la cultura de sacar una vida del corredor de la muerte mediante la generosidad de otra que se apaga, ha llegado a España para quedarse. En 2018 se llegó a los 48 donantes por millón de población, es decir, 2.243 personas y familias solidarias que han posibilitado 5.314 trasplantes de órganos, casi duplicando la tasa de muchos países desarrollados. Esto no es casualidad sino el producto de una feliz combinación, encabezada por un sistema sanitario público y universal, que permite asumir los costes de estos procesos, qué en otras circunstancias, como en EEUU, daría lugar a discriminación por razones económicas (un toque de atención para estos neoliberales que privatizarían hasta el aire si pudieran). A lo anterior se une una magnífica Organización Nacional del Trasplante, dirigida hasta hace poco por el Dr. Matesanz, y que este año celebra el 30 aniversario, constituyendo hoy un ejemplo mundial en la materia, con profesionales sanitarios de prestigio que aplican criterios de estricta naturaleza asistencial, evitando cualquier sospecha de favoritismo en la selección de los receptores de los órganos. Y no hay que olvidar que contamos con una legislación pionera, la Ley 30/1979, que garantiza que toda donación de órganos se realiza de forma altruista y considera que todos somos donantes, salvo constancia expresa de nuestra oposición (y aunque en la práctica siempre se cuente con el consentimiento de la familia del fallecido, esto permite conservar los órganos a la espera de la aprobación familiar para la extracción)
Pero todo lo anterior no serviría sin un tercer elemento, que va más allá de la ciencia, los números o las leyes: en convertir la muerte en un último acto de solidaridad con los que sufren, los españoles somos los mejores. Volvamos a esa sala blanca, acabó la incertidumbre, ahora vienen las lágrimas, pero como dice una canción de Eric Clapton (compuesta por la muerte de su hijo), tras esta puerta, habrá paz, no habrá más lágrimas en el cielo. El donante ha dado vida.
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