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«Los hombres sin historia son la Historia», canta Silvio Rodríguez. «Hay dos tipos de hombres: los que hacen la historia y quienes la padecen», ... dijo Camilo José Cela, autor de ese caleidoscopio de la miserable posguerra española que es 'La Colmena'. Seguramente habría que actualizar al femenino genérico esas frases y hablar de «personas». Pero, sí, uno de esos hombres por los que pasó la historia de España del siglo XX como una apisonadora ha cumplido 79 años esta semana. Lleva casi tres lustros jubilado después de más de medio siglo de trabajo. Más de 50 años en el tajo, en varios tajos, ninguno cómodo, como tantos otros hombres y mujeres de su generación; desde ese día en que en casa pidió unos pantalones largos, esos que por primera vez le taparían las secuelas de la enfermedad que padeció de niño. Tenía apenas catorce años. Pero no fue su madre la que le compró la ropa de trabajo. Tampoco se la pudo remendar. Había muerto meses antes. Tenía 44 años cuando falleció, pero a esa edad parecía ya una anciana consumida por la enfermedad y el trabajo. Sobre las mujeres también pasó la posguerra como una apisonadora. Pero ésta en concreto tiene un papel esencial en esta historia. Para empezar, lo dio a luz -y vuelve a resonar aquí Silvio Rodríguez- el penúltimo mes de 1945, ese año en que empezó una nueva era esplendorosa y democrática en Europa que dejó de lado a España; y, a continuación, tuvo una conversación que salvó la vida a su pequeño, a ese hombre que acaba de cumplir 79 años.
Ángela Pérez se topó un día con Juan Yagüe, el falangista, el golpista, el carnicero de Badajoz, el represor de los héroes del valle de Arán que quisieron recuperar España para la democracia en 1944. Ese encuentro no fue por casualidad. La de Pérez era una familia de clase trabajadora muy humilde. Y el dictador Francisco Franco tenía a Yagüe en Burgos como capitán general de la VI Región Militar, entretenido, entre otras cosas, en la construcción de viviendas sociales «ultrabaratas», como las de la barriada que en la ciudad castellana llevó su nombre hasta hace apenas media docena de años -sobrevivió a saber por qué a la eliminación hace un cuarto de siglo de muchos nombres franquistas del callejero burgalés-. Las primeras viviendas del complejo se entregaron el día de reyes de 1945; un segundo lote, el 18 de julio de 1946 -para que nadie olvidara la fecha-; aunque habría más. Y probablemente la familia de Ángela recibiría las llaves de su vivienda algún año más tarde. Recién estrenado el nuevo hogar por Ángela, su marido Máximo y sus hijos -entonces, tres, llegarían dos más-, el general Yagüe se paseó por esas calles para ver su obra y visitar a sus beneficiarios.
En ese contexto se produjo la conversación entre Ángela Pérez y Juan Yagüe, que debió de ser tal que así: «¿Qué tal?, ¿está contenta con la casa?». «Pues sí, pero tengo un hijo enfermo». El niño que estaba malito, el pequeño que le quitaba el sueño a la madre, se descubrió que tenía la polio. Fue uno de los afectados por la última ola que sufrió España de esa maldita enfermedad que por los mismos años se expandió por Estados Unidos, como relata de conmovedora manera Philip Roth en 'Némesis'. Ahora ese mal vuelve a amenazar las vidas de los gazatíes.
Juan Yagüe se ocupó de ese niño. Le buscó un sitio en el sanatorio de Plentzia, en el País Vasco. Allí pasó dos, tres, cuatro años. No lo sabe con certeza. Mucho tiempo, en todo caso, para un niño solito. Su familia no tenía medios para ir a visitarlo. Recuerda de ese periodo a las monjas que hacían las veces de enfermeras y que llevaban unos tocados blancos enormes sobre la cabeza. Y que el oleaje en ocasiones era tan virulento que golpeaba las ventanas de la habitación. De entonces quizás le viene su querencia por el mar aunque luego pasara el resto de su vida tierra adentro. De aquellos tiempos le viene también el poco hablar, aunque ésta es característica común de los hombres de antaño de la submeseta norte; el silencio y la observación, la contemplación, el trabajo duro.
Volvió a su casa, con su familia, e hizo la comunión. En las fotos de entonces, en sepia, en blanco y negro, aparece con el aparato en la pierna que le enfermó el bicho, ésa que luego se taparía con los pantalones largos cuando se puso a trabajar. De vuelta a la barriada, descubrió que ésta se encontraba muy cerca del penal por el que tantos presos políticos y luchadores por la libertad y la democracia pasaron y recuerda las enormes colas de mujeres que se formaban a las puertas. No es la única historia que cuenta. Su juventud, como la de todos los jóvenes, también tuvo alegría. Y muchos amigos. En la barriada. Y en esa calle donde estuvo su primer trabajo y que es la que une la catedral con el escenario de ese tremebundo 1 de abril de 1939. Aunque en su biografía también han dejado su huella todas las crisis económicas y las reformas laborales. Y la diferencia que supone trabajar en los servicios o en la industria.
A ese niño que ahora acaba de cumplir 79 años le salvó la vida un golpe de suerte. La caridad. Que a alguien -en este caso, a un poderoso- le diera lástima su situación y las lágrimas de su madre. Qué pena que fuera eso y no la democracia que garantiza derechos; qué lástima que en determinados momentos de la historia la vida y la muerte dependan de la buena voluntad de quien puedas llegar a conocer y no un sistema público de salud universal como el que cuando él era niño se empezaba a construir en el Reino Unido imbuido del 'espíritu del 45' -qué casualidad, su año- que narra Ken Loach en un excelente documental; o como el que le salvó la vida cuando se le detectó una afección coronaria.
Ese niño es mi padre, se llama Eusebio y siempre ha sabido que el antónimo de la arbitrariedad de la suerte y de la caridad es la justicia y la redistribución. Y así nos educó: «Ojalá pagáramos muchísimos impuestos, porque eso significaría que tenemos muchísimo dinero». Ésa ha sido siempre su manera de hacer pedagogía fiscal. Que seguir vivo dependiera de Yagüe no lo hizo simpatizante de ninguna dictadura y en cuanto que pudo se sacó el carné de la UGT.
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