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Pedro Oliver
Profesor de Historia Contemporánea
Jueves, 1 de junio 2023, 02:00
La guerra genera su propia cultura y, en contextos propicios, crea representaciones estimulantes, encomios emocionales que, por bellamente escritos que estén, ofenden la sensibilidad civilizatoria. ... Lo hizo Ernst Jünger en 'Tempestades de acero' al narrar la lucha épica de las trincheras en la Primera Guerra Mundial, viendo morir a miles y miles de jóvenes combatientes. Y lo expresó con solemnidad filosófica el historiador Oswald Spengler al sentenciar: «Siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización».
Pero reconozcamos que también se construye fácilmente la contraparte, la imagen aterradora de los frentes de guerra envueltos en una atmósfera angustiosa, donde sopla constante el viento que evoca la muerte y enloquece al soldado por aquello que pueda hacerle el enemigo, por los ataques repentinos, los campos minados y las emboscadas, y, en fin, por ese terror inevitable que logró transmitir, asimismo de forma magistral, Norman Mailer en 'Los desnudos y los muertos'.
Sin embargo, ni la literatura, ni el cine o la televisión y los videojuegos, ni el cómic contribuyen decisivamente a la causa de la guerra. Lo que dispara el belicismo social es una pulsión mucho más atávica y una reacción cultural que naturaliza la respuesta violenta ninguneando la eficacia de la no violenta, algo que suele acrecentarse cuando la agresión viene de parte de un país poderoso que quiere arrollar a otro más pequeño, o cuando, como ocurrió con la Guerra Civil española, uno de los bandos está escandalosamente nutrido por potencias extranjeras agresivas y sin frenos morales o diplomáticos.
Construir una cultura de paz, partidaria de la mediación en la resolución de los conflictos, requeriría persistencia. Sin embargo, dejamos la lucha por la paz y el desarme en manos de unos pocos activistas o al albur de un pacifismo institucional e insincero. Así llegamos a una situación como la actual, en la que lamentamos que la protesta antibélica no levante el vuelo y se popularice.
No hicimos suficiente hueco a las noticias veraces sobre las guerras de nuestro tiempo presente (Libia, Siria, etcétera). No hemos logrado que la gente perciba la realidad siempre trágica de cualquier guerra, comprendiendo que es lógico y natural que eso espante a la mayoría de los reclutados que se ven obligados a matar y sobrevivir o a morir, huir y exponerse a castigos horribles. Y suena casi utópico incorporar al movimiento pacifista europeo, sin demagogia alguna, a padres y madres de niños y jóvenes de hoy que mañana podrían verse involucrados en reclutamientos obligatorios como carne de cañón de ejércitos que, por lo demás, tendrán que actuar peligrosamente sobre el tablero geoestratégico de la proliferación nuclear. La sensación de seguridad adormece.
Disolver la cultura de guerra será imposible, pero es urgente despertar de su modorra para abrir la ventana del pacifismo y ver cómo podemos salir de este atolladero. Nos hemos adormilado por encima de nuestras posibilidades. En España, con la historia aleccionadora de la Guerra Civil y las memorias aún muy vivas de nuestras grandes protestas pacifistas, teníamos un relato edificante. La nuestra parecía una sociedad pacifista, pero, con el fulgor del actual belicismo popular, ha quedado demostrado que la imagen de nuestro pacifismo tiene muchos borrones.
Tampoco existe un tejido asociativo pacifista que multiplique la protesta minoritaria y ayude a articular la solidaridad con los resistentes a la guerra. Por eso, ahora, delante de nuestros hijos vemos atónitos e impotentes, muy impotentes, la mortandad de los soldados rusos y ucranianos y el gran sufrimiento de la población civil, a lo que cabe añadir la angustiosa situación de quienes no quieren ir a la guerra en Rusia, Bielorrusia y Ucrania.
España, ese país que hace treinta años fue primera potencia mundial en número de objetores e insumisos a la mili, podría ser tierra de acogida para objetores y desertores. Conseguirlo sería factible, a pesar del belicismo popular. Quizás fuera solo un alivio, pero un alivio realmente civilizatorio. La guerra se merece la más contundente de las desobediencias humanas. Si Spengler soñó con increíbles pelotones de soldados redentores, más tarde, en plena Guerra Fría y cuando la amenaza atómica empezó a mediatizar cualquier reflexión sobre la guerra, Erich Fromm escribió aquello otro que tanto resuena en las conciencias de varias generaciones de pacifistas: «Si la capacidad de desobediencia constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien provocar el fin de la historia humana».
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